Morder fuerte. Morder mucho. Morder hasta
hacer doler o hasta que nos duela. Dejar la marca en el cuerpo ajeno, un
tatuaje único e irreproducible.
Morder es de lo primero que hacemos.
Mordemos cuando aún no tenemos dientes, cuando las encías desnudas no entienden
bien qué pasa pero la mandíbula ya quiere cerrarse sobre carne. Por instinto
nos aferramos con la boca a lo que se ponga a tiro.
Morder está vinculado a la alimentación y
por eso a la supervivencia. Morder nos recuerda nuestro pasado carnívoro,
asesino. La sensación orgásmica del desgarro, de hincar los colmillos y tirar
con toda la fuerza que podemos, hasta quedarnos con un pedazo que es el premio
de nuestro esfuerzo.
Morder para aliviar el dolor. Cuando
tenía 12 años tuve una infiltración en la rodilla, y la única forma de
sobrellevar las seis jeringas de líquido que me extrajeron de esa coyuntura fue
mordiendo la mano que mi madre prestaba y que quedó maltrecha por amor.
Morder hace emerger algo básico, primal,
no humano. Quien se entrega al sexo con abandono sabe que morder debe estar
presente; tomar a otro con los dientes es más íntimo que hacerlo con los dedos.
Los gruñidos del deseo son su propio lenguaje, intraducible pero entendido de
forma perfecta por los amantes, que se cuentan su pasión a mordidas.
Morder es un acto vital. Dejamos de morder
cuando dejamos de vivir. O, quizá, dejemos de vivir cuando dejamos de morder.
Me gustó mucho mucho mucho este texto. Es el más galeanesco pero el más Berengueresco que leí. Sencillo, directo, claro, preciso, cargado, lleno.
ResponderEliminarSí.
We aim to please XD
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