miércoles, 25 de junio de 2014

Me gusta verte putoneando feliz (Monólogo II)

Me gusta verte putoneando feliz.

Me gusta sentir la vida que emana de vos cuando te dejás, cuando te entregás a existir. Volás y me hacés feliz, y me liberás.

Me gusta el rebote que le da a tu paso, la sonrisa que imprime en tu cara, la canción que se cuela en tu garganta.

Me gusta el meneo que el deseo le pone a tu culo; carne amplia, inmanente, atávica y complaciente, magreable hasta el fin de los días.


Me gusta cómo se encienden las luces detrás de tus ojos cuando sos libre.

miércoles, 18 de junio de 2014

Correr (Verbos IX)

Correr. Ir tan rápido que para un observador nuestro cuerpo se convierta en una mancha informe, un efecto borroneado de fotografía mal tomada.

Correr para avergonzar al viento por su lentitud, a las estrellas por su pereza, al agua que cae por su resistencia a la gravedad.

Correr bailando, con las notas de las canciones vitales atrapadas en nuestros oídos, las voces resonando desde el vientre, la risa convertida en canto.

Correr para liberarse del pasado, alejarse de la muerte, acercarse a la vida que deseamos.

Correr hasta que duelan los músculos y ese dolor se convierta en placer, y el placer en éxtasis.

Correr y que nada nos detenga; que las barreras se sientan inmateriales, sin impedirnos el paso porque la fuerza de cada pisada es como el impacto de una bomba elástica.

Correr dando la vuelta al mundo, nuestro mundo, para terminar en un lugar diferente pero igual al que comenzamos, llegando desde otro lado.

miércoles, 11 de junio de 2014

Notas para antes de dormir IV

A veces dormíamos juntos los tres. Quizá mn al pie de nuestra inmensa cama, para no despertar a ninguna de ellas.a otro y el resto del cuerpo en un tercer uchas más que lo que “a veces" pueda sugerir.

En principio, mi lugar no era el medio. Yo seguía usando el costado en el que dormía cuando sólo éramos A. y yo. J. se acomodaba entre nosotros. Ella se contorsiona al dormir; pareciera estar haciendo alguna pose de yoga, con la cara hacia un lado, el torso hacia otro y el resto del cuerpo en un tercer ángulo. Eso sí, su culo siempre protruye.

Pero una vez, por circunstancias que no recuerdo, me tocó estar en el centro de la cama, rodeado de mis amores. A. a mi izquierda, J. a mi derecha. Pasé calor, esa noche. En un primer momento no me terminó de gustar. Sin embargo, un alguito me quedó. Intuía que había encontrado un momento, ahí.

De a poco fui acostumbrándome a ese espacio que se repetía cada vez con más frecuencia. Desde una perspectiva, no era nada cómoda mi nueva ubicación: me levanto bastantes veces, para tomar agua e ir al baño, y tenía que deslizarme primero hacia arriba, saliendo de debajo de las sábanas, y después hacia abajo, en dirección al pie de nuestra inmensa cama, para no despertar a ninguna de ellas.

Siempre, al volver a acostarme, me quedaba unos instantes mirándolas dormir. Escuchando el ritmo de sus respiraciones, los suspiros que a veces se le escapaban a una o a la otra. Con ese espacio en el medio que era mío.

Me resultaba difícil encontrar una posición en la que descansar yo. Iba rotando, girando, como también es mi costumbre, distribuyendo mi tiempo de un lado y del otro, haciendo un acto de balance semidormido que reflejaba el que tenía que hacer cada día. Hasta que una vez, mientras estaba de cara a J., A. me agarró de espaldas, pasando su brazo por mi cintura. Y entonces yo tomé a J. de la mano, fuerte. Ella me la apretó. Así, los tres nos rendimos al sueño. Fue una de nuestras mejores noches.


Fue la última que dormimos juntos los tres.

miércoles, 4 de junio de 2014

La gata pastelera

Mide con precisión. Gramos, mililitros, centímetros. Entra en un estado Zen, con una semisonrisa que pocas otras actividades le hacen aflorar. Quizá, ninguna. Sus ojos verdes se abren y se entrecierran según lo que esté haciendo sea más fácil o complicado.

Bajo sus garras expertas, la alquimia es real; convierte huevos, harina y un poco de manteca en delicias; bien sé yo que lo que emerge de ese proceso, luego de un breve período de horno, es mágico y de resistencia difícil. Mil guerras he peleado contra su embrujo, intentando en vano conservar mi figura idealizada, esa en la que no tengo pancita. En esa fantasía, tampoco tengo cuarenta (debe quedar claro que me gustan las batallas perdidas; y que esto no es una fuente de orgullo).

La casa se inunda del olor dulzme gustan las batallas perdidas; esto no es una fuente de orgullo.ar mientras ella trabaja. Me gruñesa en la que no tengo pancitón que emana de nuestra cocina, esa cocina a la que no me deja entrar mientras ella trabaja. La gata me gruñe cuando lo intento, en una mezcla de juego y amenaza (aunque bien sabemos que para los felinos todo es una combinación de ambos). No quiero que me muerda, así que me voy y la dejo sola. He aprendido mi lección a fuerza de zarpazos y dentelladas. En esos momentos puntuales, la cocina es suya y de nadie más.

Pero sólo es una retirada estratégica, porque lo que ella no sabe es que la mayoría de las veces en las que rompo su orden de no entrar es porque me fascina verla tan contenta y concentrada. Simulo necesitar esto o aquello: una fruta, o un vaso de jugo, o poner agua para el mate. No importa qué; importa mirarla trabajar.


Entonces, al retroceder, siempre vuelvo de forma sigilosa, también felina, apenas asomando la cabeza por el marco de la puerta. Me gusta espiarla porque si se siente observada quizá decida dejar de cocinar. Y no quiero eso, porque vivir con una gata pastelera no es un privilegio que tenga todo el mundo.