Hacía mucho tiempo que no me veía con B.,
la chica que no besaba.
Después de nuestro alejamiento seguimos
en contacto por la infinidad de medios digitales que hacen imposible que dos
personas dejen de saber de la otra a menos que pongan mucho esfuerzo.
Al mismo tiempo, algo seguía uniéndonos,
vinculándonos. No podría precisar qué, aunque quizá tuviera que ver con que yo
no me negaría a dejar que ella volviera a tragarse mi verga como supo hacerlo.
Pasaron meses. No sé cuántos exactamente.
Menos de un año, seguro.
Un día recibí un mail. Sin muchas vueltas
(no es su estilo), me decía que tenía ganas de verme, tomar algo, juntarse a
charlar. Que había conocido un lugar cool por Belgrano, un ex petit hotel ahora
convertido en espacio libativo/musical. Me dio la dirección y la fecha de la
cita, descontando mi aquiescencia. Quizá sospechaba mis perennes ganas de
cogerme su garganta o de manotear sus tetas generosas.
Así fue que me encontré el viernes
siguiente, en una calle interna no lejos de Cabildo y Juramento, frente a un
edificio que, desde afuera, más parecía una casa común y corriente, un poco
venida a menos pero que todavía denotaba mejores épocas, que un bar.
No había timbre. Siguiendo las instrucciones
de B., golpeé. De adentro venía una música apagada, que sólo pude identificar
con claridad cuando la puerta se abrió: jazz.
Y, sí. Tenía que ser jazz.
Párrafo propio merece el morrudo que
oficiaba de portero: un tipo más bien bajo, con cabeza afeitada, y con ese
sobrepeso característico de los fanáticos de los músculos cuando deciden dejar
de impresionar a sus amiguetes del gimnasio en esas largas sesiones homoeróticas
de levantamiento de pesas, y entregarse a los placeres gastronómicos tanto
tiempo vedados.
Sus ojos hundidos se clavaron en mi cara
mientras me preguntaba el nombre. Todavía siguiendo las instrucciones de B.,
respondí “Fidelio”. Es cinéfila como yo. El pelado no entendió la referencia, o
se hizo el boludo, pero revisó la lista que tenía en la tablita que llevaba en
la mano izquierda, encontró el nombre y me franqueó la entrada.
Ingresé al foyer, que daba a un salón más
o menos iluminado. En el extremo más alejado había un escenario en donde tres
músicos tocaban la música que llenaba el ambiente: guitarra, batería,
contrabajo.
Su sonido no era lo único que ocupaba el
aire: el humo del tabaco se hacía más denso a medida que me adentraba en la
sala rumbo a la escalera que había a un costado. B. me había dicho que me
esperaba en el segundo piso.
Había gente, pero no mucha. Todo el lugar
transpiraba intimidad. Abundaban los sillones, silloncitos y banquetas mullidas
rodeando unas cuantas mesas ratonas. Al pie de la escalera, en un sofá contra
la pared, dos chicos andróginos y veinteañeros se besaban non stop. O quizás
eran dos chicas. O alguna otra combinación. Como digo, eran andróginos. La media luz y el pelo corto jugaban con la
percepción. “Primera cita”, pensé.
Subí la escalera. La madera protestaba
cada paso, con un crujido no del todo desagradable.
El primer piso estaba más iluminado que
la planta baja, y también más poblado de gente con tragos. Era donde estaba la
barra, además. Hice una pausa en mi ascenso para escudriñar la pared detrás de
esa barra, que mostraba una interesante cantidad de botellas. Dudé en comprarme
algo, pero decidí ir al encuentro de B. antes de comenzar lo que, esperaba,
sería una noche alcohólica.
Mientras me acercaba al segundo piso, una duda apareció en mi mente: ¿con qué B. me encontraría?
Porque, verán, ella tiene dos estilos: uno trash-trash en el que parece tener
el pelo sucio, y la ropa rota que suele usar transmite una onda destroyed que
no me cabe; y uno trash-cute en el que me dan ganas de terminar de romperle la
ropa mientras le pego. Y me chupa la pija.
Nunca olvidemos eso: sus mad skillz in
cocksucking.
Sabía que si estaba en Modo Trash-Trash
On la cosa no iría más allá de tomar algo.
Me asomé al segundo piso, que en realidad
era una especia de jardín de invierno construido techando más o menos la mitad
de una terraza pequeña. Acá el olor a tabaco era sustituido por el más dulzón
de la marihuana que llegaba desde afuera, de la parte no techada. La escalera
seguía un piso más, pero una cadena de plástico cortaba el paso. Supuse que en
el último piso era donde vivía la gente que administraba el lugar.
Ya entrando a pleno en el saloncito, vi
que acá había menos gente aún que en el resto del bar. Cerca del fondo había un
grupo de personas que, se notaba, ya hacía rato que estaban bebiendo.
Y en la única mesa alta, estilo
americano, tomando lo que parecía un destornillador (jugo de naranja solo
seguro no era), estaba B.
Mi corazón y mi bragueta se aceleraron un
poco cuando comprobé que había decidido presentarse de la forma que más me
gustaba. Tenía puesto un vestido negro inmensamente escotado, con falda apenas
por debajo de la rodilla. Las medias de red estaban rotas en tres lugares
estratégicos. Y, sorpresa de sorpresas, esta chica All-Star se había puesto
zapatos. El detalle no me pasó para nada desapercibido. Puedo contar con los
dedos de una mano las veces que la vi con calzado semi formal, ni hablar con
los tacos que tenía ahora. Y estaba maquillada. Mí nimamente,
pero lo estaba.
De repente, la noche cambió de
perspectiva. “Acá puede pasar algo”, pensé.
Famous last words.
Me acerqué, nos saludamos con un beso. En
la mejilla, por supuesto. Me senté y ella, espontáneamente, se ofreció a
traerme una bebida. Asentí y antes de que pudiera decirle qué, bajó. Tanta
solicitud me descolocó un poco, pero no me niego a que me atiendan, y menos una
mujer cuyo cada movimiento amenaza con provocar un desparramo de tetas.
Volvió con un Jack, neat, y una botella
de agua mineral. Wow. La cosa venía en serio.
Nos sentamos y comenzamos a charlar y
tomar. Nos pusimos al día con las cuestiones de cada uno: a quién nos estábamos
cogiendo y cómo, qué series nuevas veíamos, y qué películas esperábamos con
ansiedad.
Habrán pasado un par de horas, o cuatro, con
frecuentes interrupciones de la charla para ir alternadamente al baño y a traer
más tragos. Después del quinto Jack (y el segundo shot de José Cuervo), perdí
la cuenta de la ingesta.
Habíamos comenzado la noche casi frente a
frente con la mesa de por medio, pero de a poco fuimos acercando las banquetas
altas hasta quedar casi pegados. Esto facilitaba mi obsesiva visión de su
escote y los toques cada vez menos furtivos que ella le prodigaba a mi pierna,
en un camino ascendente que eventualmente terminó en donde yo quería que
terminara.
De vez en cuando, alcoholizado y todo,
miraba a ver si alguien más notaba nuestros cada vez más frecuentes toqueteos.
A nadie parecía importarle salvo a un tipo vestido con remera negra y jean, un
rubio mega ario cuyo corte militar no hubiera estado fuera de lugar en la
Hitler-Jugend. Hans (llamémoslo así) relojeaba de vez en cuando nuestros
escarceos, tomando a solas en un rincón. Era el único que había quedado en todo
el piso.
Cuando lo noté, me incliné y le pregunté
a B. si sabía quién carajo era. Ella miró con toda la sutileza posible para una
persona que ya llevaba, según mis cálculos, casi un litro de vodka dentro.
Después se acercó a mi oído para gritarme que era uno de los dueños del local,
al que tenía visto de antes, y que alguna vez había intentado levantársela.
Vivía ahí.
Con esa información y una sonrisa
sobradora me giré hacia él, está vez encargándome de que se diera cuenta de que
lo estaba observando, y alcé mi vaso de Jack en un brindis burlón, para después
liquidar mi whisky y volver mi atención sobre B. y, muy lentamente, manosearle
las tetas.
B. se rió y se paró para ir a orinar por
enésima vez.
Cuando llegó a la esquina del pasillo que
desembocaba en el baño de damas se volvió para mirarme, desafiante.
Un segundo después, recogí ese guante. Si
esta golfilla quería provocarme, pues yo me dejaría provocar. Me mandé atrás de
ella.
Entré al baño de mujeres. Era un pasillo
corto, iluminado con una bombita verde. Las paredes tenían dibujos medio
girlie. Atrás estaba el inodoro, sobre el que se encontraba B., las medias
bajas y la pollera levantada, haciendo equilibrio (no facilitado por su estado
etílico) para mear sin tocarlo. No dijo nada cuando me vio entrar.
Cerré la puerta con cuidado.
Un instante después, le di un cachetazo
que resonó en mis oídos como el mejor jazz del mundo. Inmediatamente volví a
cruzarle la cara en la dirección opuesta, intentando darle aún más fuerte. Sus
ojos se pusieron en blanco un instante. Sonrió. Quería más.
Happy to oblige.
Le tomé el cuello con las dos manos y
comencé a apretar al tiempo que intentaba levantarla. La sonrisa se borró de su
rostro, y sus manos manotearon mis antebrazos, golpeando débilmente. Detrás de
los anteojos, sus ojos me miraban fijos, con un lindo asomo de miedo que nunca
había visto antes en ella.
Mi pija se endureció. Me reí mientras
regulaba la presión que ejercía sobre su garganta. Su respiración era
sibilante. Sus piernas flaqueaban. Me acerqué a su oído y susurré:
“No pares de mear, puta. Y no te
desmayes, eh. No sin permiso. ¿Esto te gusta? Sabés lo que tenés que decir, ¿no?”.
No contestó. Volví a mirarla a los ojos.
Atrás del temor estaba la comprensión. Le pregunté de nuevo:
“¿Sabés lo que tenés que decir?”.
Con esfuerzo sonrió, cada vez con menos
aire, y asintió con los ojos. Mi conciencia liberada me permitió apretarle el
cuello un poco más. Sentí que ella empezaba a perder el conocimiento. Su cuerpo
se convirtió en peso muerto por un segundo.
En ese momento, alguien irrumpió en el
baño, rompiendo de una patada el débil cerrojo que mantenía la puerta en su
lugar. Era Hans.
Solté a B. y me giré para enfrentarlo.
Él intentó manotearme la camisa y sacarme
del baño. Yo, con un ojo puesto en B. y en su estado, lo empujé y salí.
Afuera, nos trenzamos. Esas peleas de
borrachos son difíciles de describir a posteriori: uno tira piñas, patadas, lo
que sea, y espera que algo conecte. Caímos al piso, revolcándonos. De lejos
creí escuchar algún grito de B.
Pronto, otra manos me asían, tratando de
separarme de Hans. Me gustaría decir que estaba ganando los trompis, pero
honestamente ni recuerdo. La poca lucidez etílica que me quedaba sí me permitió
ver que el morrudo de la puerta era el que me había agarrado, desde atrás.
Calzó mi cuello en el hueco de su codo, en una llave de estrangulación que me
hizo caer en una semiinconsciencia.
Desde el piso, entre brumas, pude divisar
como el pelado ayudaba a Hans a levantarse. El rubio lo empujó a un costado y
se dirigió a B., que parecía estar gritando desde la puerta del baño. La
calidad de los gritos cambió cuando Hans le pegó un trompazo en la mandíbula.
B. cayó la piso, cerca de mí.
Me desvanecí unos segundos. Creo. Es
difícil de precisar. Pero no fue mucho más de un minuto porque cuando comencé a
volver a la consciencia B. todavía estaba en el piso. Y gritaba de forma
ahogada.
El pelado le sujetaba las muñecas,
mirando con ojos enrojecidos y respiración entrecortada la escena de la que era
partícipe. Ella tenía el vestido roto; sus tetas se desparramaban para los
costados mientras se sacudía e intentaba cerrar las piernas, en vano. No podía
hacerlo porque Hans estaba ahí metido. Desde mi perspectiva podía ver bombear
su culo lampiño, furiosamente. De vez en cuando sacaba la mano con la que
estaba tapando la boca de B. para darle un cachetazo fuerte.
Me incorporé como pude. Todavía mareado,
miré alrededor, buscando algún elemento contundente. Mi mano se cerró, medio a
ciegas, sobre un botella de cerveza.
Hans y su mono estaban tan concentrados
en lo suyo que no se dieron cuenta de lo que estaba por pasar.
Le rompí la cabeza al ario de un
botellazo. El sonido me resultó muy satisfactorio. El gordo soltó a B. e
intentó tirarse sobre mí, pero con los restos del envase amagué cortarlo y lo
mantuve a distancia. Me rodeó para dirigirse a reanimar a su amo mientras yo
mantenía parte de mi atención sobre ambos y me inclinaba para ayudar a B.
Además de la ropa destrozada, ella tenía
marcas en todo el cuerpo: las manos del morrudo le habían lastimado las
muñecas, tenía el labio roto y multitud de moretones en el estómago y piernas.
Pero algo me llamó la atención.
Sus anteojos estaban intactos.
Los seguía teniendo puestos, si que
quizás un poco ladeados. Pero estaban incólumes.
Acerqué mi rostro al suyo para comprobar que
esto era cierto. Y con un hilo de voz, B. susurró:
“Sé lo que tengo que decir”.
La miré a los ojos. Y ella me sonrió, con
los dientes manchados de sangre, la sangre de su labio.
No hizo falta que me lo repitiera.
Retrocedí hacia la escalera. Hans ya
había vuelto en sí y, ayudado por el morrudo, comenzaba a incorporarse.
Intercambiamos una mirada interminable
que habrá durado dos segundos.
Bajé la escalera lentamente. Y me fui.
No volví a encontrarme más con B.