miércoles, 20 de marzo de 2013

Cita con B.


Hacía mucho tiempo que no me veía con B., la chica que no besaba.

Después de nuestro alejamiento seguimos en contacto por la infinidad de medios digitales que hacen imposible que dos personas dejen de saber de la otra a menos que pongan mucho esfuerzo.

Al mismo tiempo, algo seguía uniéndonos, vinculándonos. No podría precisar qué, aunque quizá tuviera que ver con que yo no me negaría a dejar que ella volviera a tragarse mi verga como supo hacerlo.

Pasaron meses. No sé cuántos exactamente. Menos de un año, seguro.

Un día recibí un mail. Sin muchas vueltas (no es su estilo), me decía que tenía ganas de verme, tomar algo, juntarse a charlar. Que había conocido un lugar cool por Belgrano, un ex petit hotel ahora convertido en espacio libativo/musical. Me dio la dirección y la fecha de la cita, descontando mi aquiescencia. Quizá sospechaba mis perennes ganas de cogerme su garganta o de manotear sus tetas generosas.

Así fue que me encontré el viernes siguiente, en una calle interna no lejos de Cabildo y Juramento, frente a un edificio que, desde afuera, más parecía una casa común y corriente, un poco venida a menos pero que todavía denotaba mejores épocas, que un bar.

No había timbre. Siguiendo las instrucciones de B., golpeé. De adentro venía una música apagada, que sólo pude identificar con claridad cuando la puerta se abrió: jazz.

Y, sí. Tenía que ser jazz.

Párrafo propio merece el morrudo que oficiaba de portero: un tipo más bien bajo, con cabeza afeitada, y con ese sobrepeso característico de los fanáticos de los músculos cuando deciden dejar de impresionar a sus amiguetes del gimnasio en esas largas sesiones homoeróticas de levantamiento de pesas, y entregarse a los placeres gastronómicos tanto tiempo vedados.

Sus ojos hundidos se clavaron en mi cara mientras me preguntaba el nombre. Todavía siguiendo las instrucciones de B., respondí “Fidelio”. Es cinéfila como yo. El pelado no entendió la referencia, o se hizo el boludo, pero revisó la lista que tenía en la tablita que llevaba en la mano izquierda, encontró el nombre y me franqueó la entrada.

Ingresé al foyer, que daba a un salón más o menos iluminado. En el extremo más alejado había un escenario en donde tres músicos tocaban la música que llenaba el ambiente: guitarra, batería, contrabajo.

Su sonido no era lo único que ocupaba el aire: el humo del tabaco se hacía más denso a medida que me adentraba en la sala rumbo a la escalera que había a un costado. B. me había dicho que me esperaba en el segundo piso.

Había gente, pero no mucha. Todo el lugar transpiraba intimidad. Abundaban los sillones, silloncitos y banquetas mullidas rodeando unas cuantas mesas ratonas. Al pie de la escalera, en un sofá contra la pared, dos chicos andróginos y veinteañeros se besaban non stop. O quizás eran dos chicas. O alguna otra combinación. Como digo, eran andróginos. La  media luz y el pelo corto jugaban con la percepción. “Primera cita”, pensé.

Subí la escalera. La madera protestaba cada paso, con un crujido no del todo desagradable.

El primer piso estaba más iluminado que la planta baja, y también más poblado de gente con tragos. Era donde estaba la barra, además. Hice una pausa en mi ascenso para escudriñar la pared detrás de esa barra, que mostraba una interesante cantidad de botellas. Dudé en comprarme algo, pero decidí ir al encuentro de B. antes de comenzar lo que, esperaba, sería una noche alcohólica.

Mientras me acercaba al segundo piso, lica﷽﷽﷽﷽﷽﷽e alcohcohol.antes de comenzar lo que, esperaba, serlas variadas. dudtrsrgas sesiones homoerque dos personas dejen de una duda apareció en mi mente: ¿con qué B. me encontraría? Porque, verán, ella tiene dos estilos: uno trash-trash en el que parece tener el pelo sucio, y la ropa rota que suele usar transmite una onda destroyed que no me cabe; y uno trash-cute en el que me dan ganas de terminar de romperle la ropa mientras le pego. Y me chupa la pija.

Nunca olvidemos eso: sus mad skillz in cocksucking.

Sabía que si estaba en Modo Trash-Trash On la cosa no iría más allá de tomar algo.

Me asomé al segundo piso, que en realidad era una especia de jardín de invierno construido techando más o menos la mitad de una terraza pequeña. Acá el olor a tabaco era sustituido por el más dulzón de la marihuana que llegaba desde afuera, de la parte no techada. La escalera seguía un piso más, pero una cadena de plástico cortaba el paso. Supuse que en el último piso era donde vivía la gente que administraba el lugar.

Ya entrando a pleno en el saloncito, vi que acá había menos gente aún que en el resto del bar. Cerca del fondo había un grupo de personas que, se notaba, ya hacía rato que estaban bebiendo.

Y en la única mesa alta, estilo americano, tomando lo que parecía un destornillador (jugo de naranja solo seguro no era), estaba B.

Mi corazón y mi bragueta se aceleraron un poco cuando comprobé que había decidido presentarse de la forma que más me gustaba. Tenía puesto un vestido negro inmensamente escotado, con falda apenas por debajo de la rodilla. Las medias de red estaban rotas en tres lugares estratégicos. Y, sorpresa de sorpresas, esta chica All-Star se había puesto zapatos. El detalle no me pasó para nada desapercibido. Puedo contar con los dedos de una mano las veces que la vi con calzado semi formal, ni hablar con los tacos que tenía ahora. Y estaba maquillada. Mía importarle salvo aos. A nadie parec, miraba a ver si en la otra mesa notaban nuestros cada vez mo ascendente que eventualmentenimamente, pero lo estaba.

De repente, la noche cambió de perspectiva. “Acá puede pasar algo”, pensé.

Famous last words.

Me acerqué, nos saludamos con un beso. En la mejilla, por supuesto. Me senté y ella, espontáneamente, se ofreció a traerme una bebida. Asentí y antes de que pudiera decirle qué, bajó. Tanta solicitud me descolocó un poco, pero no me niego a que me atiendan, y menos una mujer cuyo cada movimiento amenaza con provocar un desparramo de tetas.

Volvió con un Jack, neat, y una botella de agua mineral. Wow. La cosa venía en serio.

Nos sentamos y comenzamos a charlar y tomar. Nos pusimos al día con las cuestiones de cada uno: a quién nos estábamos cogiendo y cómo, qué series nuevas veíamos, y qué películas esperábamos con ansiedad.

Habrán pasado un par de horas, o cuatro, con frecuentes interrupciones de la charla para ir alternadamente al baño y a traer más tragos. Después del quinto Jack (y el segundo shot de José Cuervo), perdí la cuenta de la ingesta.

Habíamos comenzado la noche casi frente a frente con la mesa de por medio, pero de a poco fuimos acercando las banquetas altas hasta quedar casi pegados. Esto facilitaba mi obsesiva visión de su escote y los toques cada vez menos furtivos que ella le prodigaba a mi pierna, en un camino ascendente que eventualmente terminó en donde yo quería que terminara.

De vez en cuando, alcoholizado y todo, miraba a ver si alguien más notaba nuestros cada vez más frecuentes toqueteos. A nadie parecía importarle salvo a un tipo vestido con remera negra y jean, un rubio mega ario cuyo corte militar no hubiera estado fuera de lugar en la Hitler-Jugend. Hans (llamémoslo así) relojeaba de vez en cuando nuestros escarceos, tomando a solas en un rincón. Era el único que había quedado en todo el piso.

Cuando lo noté, me incliné y le pregunté a B. si sabía quién carajo era. Ella miró con toda la sutileza posible para una persona que ya llevaba, según mis cálculos, casi un litro de vodka dentro. Después se acercó a mi oído para gritarme que era uno de los dueños del local, al que tenía visto de antes, y que alguna vez había intentado levantársela. Vivía ahí.

Con esa información y una sonrisa sobradora me giré hacia él, está vez encargándome de que se diera cuenta de que lo estaba observando, y alcé mi vaso de Jack en un brindis burlón, para después liquidar mi whisky y volver mi atención sobre B. y, muy lentamente, manosearle las tetas.

B. se rió y se paró para ir a orinar por enésima vez.

Cuando llegó a la esquina del pasillo que desembocaba en el baño de damas se volvió para mirarme, desafiante.

Un segundo después, recogí ese guante. Si esta golfilla quería provocarme, pues yo me dejaría provocar. Me mandé atrás de ella.

Entré al baño de mujeres. Era un pasillo corto, iluminado con una bombita verde. Las paredes tenían dibujos medio girlie. Atrás estaba el inodoro, sobre el que se encontraba B., las medias bajas y la pollera levantada, haciendo equilibrio (no facilitado por su estado etílico) para mear sin tocarlo. No dijo nada cuando me vio entrar.

Cerré la puerta con cuidado.

Un instante después, le di un cachetazo que resonó en mis oídos como el mejor jazz del mundo. Inmediatamente volví a cruzarle la cara en la dirección opuesta, intentando darle aún más fuerte. Sus ojos se pusieron en blanco un instante. Sonrió. Quería más.

Happy to oblige.

Le tomé el cuello con las dos manos y comencé a apretar al tiempo que intentaba levantarla. La sonrisa se borró de su rostro, y sus manos manotearon mis antebrazos, golpeando débilmente. Detrás de los anteojos, sus ojos me miraban fijos, con un lindo asomo de miedo que nunca había visto antes en ella.

Mi pija se endureció. Me reí mientras regulaba la presión que ejercía sobre su garganta. Su respiración era sibilante. Sus piernas flaqueaban. Me acerqué a su oído y susurré:

“No pares de mear, puta. Y no te desmayes, eh. No sin permiso. ¿Esto te gusta? Sabés lo que tenés que decir, ¿no?”.

No contestó. Volví a mirarla a los ojos. Atrás del temor estaba la comprensión. Le pregunté de nuevo:

“¿Sabés lo que tenés que decir?”.

Con esfuerzo sonrió, cada vez con menos aire, y asintió con los ojos. Mi conciencia liberada me permitió apretarle el cuello un poco más. Sentí que ella empezaba a perder el conocimiento. Su cuerpo se convirtió en peso muerto por un segundo.

En ese momento, alguien irrumpió en el baño, rompiendo de una patada el débil cerrojo que mantenía la puerta en su lugar. Era Hans.

Solté a B. y me giré para enfrentarlo.

Él intentó manotearme la camisa y sacarme del baño. Yo, con un ojo puesto en B. y en su estado, lo empujé y salí.

Afuera, nos trenzamos. Esas peleas de borrachos son difíciles de describir a posteriori: uno tira piñas, patadas, lo que sea, y espera que algo conecte. Caímos al piso, revolcándonos. De lejos creí escuchar algún grito de B.

Pronto, otra manos me asían, tratando de separarme de Hans. Me gustaría decir que estaba ganando los trompis, pero honestamente ni recuerdo. La poca lucidez etílica que me quedaba sí me permitió ver que el morrudo de la puerta era el que me había agarrado, desde atrás. Calzó mi cuello en el hueco de su codo, en una llave de estrangulación que me hizo caer en una semiinconsciencia.

Desde el piso, entre brumas, pude divisar como el pelado ayudaba a Hans a levantarse. El rubio lo empujó a un costado y se dirigió a B., que parecía estar gritando desde la puerta del baño. La calidad de los gritos cambió cuando Hans le pegó un trompazo en la mandíbula. B. cayó la piso, cerca de mí.

Me desvanecí unos segundos. Creo. Es difícil de precisar. Pero no fue mucho más de un minuto porque cuando comencé a volver a la consciencia B. todavía estaba en el piso. Y gritaba de forma ahogada.

El pelado le sujetaba las muñecas, mirando con ojos enrojecidos y respiración entrecortada la escena de la que era partícipe. Ella tenía el vestido roto; sus tetas se desparramaban para los costados mientras se sacudía e intentaba cerrar las piernas, en vano. No podía hacerlo porque Hans estaba ahí metido. Desde mi perspectiva podía ver bombear su culo lampiño, furiosamente. De vez en cuando sacaba la mano con la que estaba tapando la boca de B. para darle un cachetazo fuerte.

Me incorporé como pude. Todavía mareado, miré alrededor, buscando algún elemento contundente. Mi mano se cerró, medio a ciegas, sobre un botella de cerveza.

Hans y su mono estaban tan concentrados en lo suyo que no se dieron cuenta de lo que estaba por pasar.

Le rompí la cabeza al ario de un botellazo. El sonido me resultó muy satisfactorio. El gordo soltó a B. e intentó tirarse sobre mí, pero con los restos del envase amagué cortarlo y lo mantuve a distancia. Me rodeó para dirigirse a reanimar a su amo mientras yo mantenía parte de mi atención sobre ambos y me inclinaba para ayudar a B.

Además de la ropa destrozada, ella tenía marcas en todo el cuerpo: las manos del morrudo le habían lastimado las muñecas, tenía el labio roto y multitud de moretones en el estómago y piernas. Pero algo me llamó la atención.

Sus anteojos estaban intactos.

Los seguía teniendo puestos, si que quizás un poco ladeados. Pero estaban incólumes.

Acerqué mi rostro al suyo para comprobar que esto era cierto. Y con un hilo de voz, B. susurró:

“Sé lo que tengo que decir”.

La miré a los ojos. Y ella me sonrió, con los dientes manchados de sangre, la sangre de su labio.

No hizo falta que me lo repitiera.

Retrocedí hacia la escalera. Hans ya había vuelto en sí y, ayudado por el morrudo, comenzaba a incorporarse.

Intercambiamos una mirada interminable que habrá durado dos segundos.

Bajé la escalera lentamente. Y me fui.

No volví a encontrarme más con B.

miércoles, 13 de marzo de 2013

La moneda de tres caras


Una vez soñé que caminaba por Corrientes, la calle-avenida que ha sido el centro de mi mundo. Pero era, como suele suceder en los sueños, una amalgama de las diversas Corrientes que he visto en mis décadas. Un cine Los Ángeles completo compartía espacio con Burger King; enfrente, el hipopótamo de Pumper Nick abría la boca prometiendo tragarse la bandeja de basura y restos que quisieras darle. La Paz todavía era un bar tradicional, pero se superponía con la monstruosidad vidriada que es hoy. Y así. Un collage.

Caminaba por Corrientes, viendo las corrientes de mi vida.

Soñaba.

En el sueño vi al flautista, un personaje correntino que muchos otros han visto: la cara y el pelo empolvados con algo blanco, quizás harina; un traje formal pero raído. El hombre toca notas al azar, se diría. La gente le deja monedas pero esa no parece ser la motivación de su música. El hombre toca con la cabeza baja, ensimismado, olvidado del mundo. Nunca le he visto la cara con claridad. Nunca me interesó.

Despierto, lo vi mil veces. Nunca le dejé nada. Nunca me detuve a escucharlo con atención.

Pero en mi caminata onírica decidí, por primera vez, frenar. Intentar descifrar si quería decir algo con su flauta. Me paré frente a él.

Las notas, al principio disonantes, terminaron por cobrar forma. En algún momento dejaron de parecerme sonidos al azar para convertirse en… algo. No podría decir que era una melodía. Pero era algo. Tenía lógica y coherencia internas.

En ese momento, en mi mano apareció una moneda. No era de ninguna denominación que yo conociera. Refulgía. Entendí que quería dejarle esa moneda al músico inconexo. Me acerqué un poco y tiré la pieza de metal en el sombrero que tenía a sus pies.

Y el hombre alzó la mirada y la clavó en mis ojos.

Si no hubiera estado soñando me habría sorprendido. Porque su cara era mi cara. Un poco más vieja, quizás, aunque no podría decirlo con exactitud debido al polvo blanco que tenía. A lo mejor, también, era más sabia.

El hombre que era yo siguió tocando mientras leía mi alma. Después de unos segundos interminables, paró. Miró la moneda, que ahora brillaba solitaria en su sombrero, huérfana de hermanas. Y me dijo:

“No hay palabras.
No hay palabras para explicar. Para describir.
No hay palabras para explicar, para describir, la vida que tenemos.

No alcanzan. Se quedan cortas en una boca acostumbrada a las dicotomías.

¿Y si la moneda tuviera más de dos caras?
¿Y si fueran tres?
¿Y si somos mil?

El cuadro se altera si nos movemos, si nos corremos. Si sudamos en conjunto, si soñamos de a varios.

Una libertad que no depende de la prisión de otros, eso buscamos. Una vida nueva, una tangente, un desvío. Una bifurcación que permite elegir sin perder, que hace que todo sea ganancia.

El miedo queda atrás. Queda en el espejo retrovisor de un auto loco. Cada vez está más lejos, es más chico. El resto, el resto es más grande, hasta hacerse enorme, abarcador, realizador, encumbrado, totalizado.

Somos enteros cuando no nos partimos. Somos uno cuando somos muchos. Somos cuando devenimos en seres múltiples”.

Y volvió a su flauta dulce.

Me quedé un momento parado ahí, sin saber qué hacer.

Creo que mi yo-sueño se dio cuenta que había otro yo, el yo-despierto. Creo que comencé a darme cuenta de que estaba dormido. Y por eso intenté volver a verle la cara a ese hombre que era yo. Pero no pude.

Me había despertado.

miércoles, 6 de marzo de 2013

El mago


Si este fuera un cuento tradicional, comenzaría así:

Había una vez un mago…

Pero no lo es. Un cuento tradicional, quiero decir. De hecho, quizá ese hombre ni siquiera fuera mago. Quizá fuera prestidigitador, o ilusionista, o simplemente un chanta con habilidad, un lenguaraz vivaracho con el sexo opuesto.

Lo importante es que existía. Llamémoslo “el mago”, aunque no tenga nada que ver con Bill Bixby.

Había una vez un mago, entonces.

Este mago no se dedicaba a conjurar cosas del aire. Tampoco tenía una vara que lanzara bolas de fuego, ni volaba. A decir verdad, ni siquiera hacía trucos de cartas que valieran la pena.

El poder de este mago, igual, no carecía de utilidad: inscribiendo su signo mágico en la rodilla de una mujer, causaba hacerse desear hasta la locura. Las mujeres así tocadas no podían resistirse. Dejaban todo atrás para entregarse al rapto sabínico que proponía, un ensueño carmesí que exudaba líquidos pre coitales, una irrupción de deseo que nublaba mentes.

El mago había descubierto su poder a una edad no tan temprana. Como suele suceder, fue puro accidente. En el proceso del ritual amoroso que (esperaba) iba a culminar en una puesta de espaldas, mientras charlaba de temas heterogéneos intentando encontrar una fisura en la armadura de la chica a la que quería conocer bíblicamente, rozó de forma involuntaria la rodilla que asomaba por debajo de la falda primaveral que ella tenía puesta, mientras ambos estaban sentados sobre el césped de un parque metropolitano.

Como el contacto inicial no fue rehuido, el mago naturalmente volvió a buscarlo, y pronto la mano jugaba a reposar en esa rodilla. La chica le daba largas al asunto, y esto comenzaba a generar ansiedad en el cuerpo del mago, que buscaba perennemente la concreción del acto.

Sin que el mago se diera cuenta la mano comenzó a moverse con voluntad propia, y el índice se constituyó en pluma que trazaba símbolos invisibles, como al azar. Pero en un instante, equiparable al descubrimiento de la penicilina, el dedo trazó un símbolo en particular.

Y cuando lo hizo, el cuerpo de la chica respondió. Su voz cambió, su respiración se entrecortó brevemente y sus ojos se pusieron húmedos.

El mago, que no era un tipo brillante si he de ser honesto en esta crónica no-cuento, tardó unos segundos en notarlo. Mas finalmente lo hizo y, las puertas abiertas a su lubricidad, se arrojó ahí mismo, en pleno parque a plena luz del día en pleno centro, sobre su presa, como el león que devora el tributo que sus hembras le traen.

A lo largo de los años, el mago fue determinando las limitaciones y requerimientos de su poder. Primer límite: el contacto tenía que ser entre su mano (no importaba cual, pero la derecha era más consistente en sus resultados) y la rodilla desnuda de la potencial víctima. No podía haber tela entre ambas pieles para que el hechizo fuera efectivo, como bien comprobó cuando, apurado, marcó su gesto sobre un jean para luego lanzarse sobre la mujer, sólo para ser rechazado y expulsado de su lado.

El segundo límite era que el poder del hechizo tenía un tiempo finito, tan solo unos minutos, quizá media hora como mucho. Esa era la ventana de que el mago disponía para concretar la transacción carnal.

Cuando hubo identificado bien esas menudencias que referían a la efectividad de su poder, el hombre se dedicó a explotarlo lo más que pudo. Y, ¿quién podría criticarlo? “Que aquel que esté libre de culpas lujuriosas arroje el primer condón”. O algo así.

De esta forma deambuló el mago por la vida, tocando rodillas para ponerla. Con cada toque, empero, con cada hechizo, conjuro o polvo, la satisfacción era menor. Al principio no lo notó; una duda al respecto comenzó a asaltarlo a los pocos años de dedicarse a sus trucos. Y cuando llevaba ya más de diez (años, no trucos) le quedó claro que alguna clase de trato Faustiano era el que le había permitido descubrir ese poder.

El mago manoseaba cada vez más rodillas, para tener cada vez menos satisfacción. Como un Midas del garche, conseguía lo que creía que quería para darse cuenta que no quedaba satisfecho.

Pero un día (las cosas siempre pasan “un día” en los cuentos, y acá también), en una plaza que, coincidencia o no (no, no es coincidencia) era la misma en la que alguna vez descubrió su poder, el mago vio a una mujer. La mujer lo vio mirándola, durante un segundo, y después retornó a su ensimismada contemplación de las nubes de ese día de medio sol.

Por primera vez en años el mago dudó. No sabía porqué, pero tenía un poco de miedo de acercarse a ella. El orgullo fue más fuerte, sin embargo, y lo movió a entablar conversación. Se sentó sobre el pasto, al lado de la mujer, que no dejó de mirar el cielo pero tampoco lo rechazó.

Durante largo rato el mago habló mucho y la mujer casi nada, y en ningún momento ésta quitó la vista del cielo. De a poco, el hombre se iba acercando. La mujer movía sus piernas siguiendo algún ritmo interno, y a veces ese ritmo dejaba expuesta la rodilla deseada, cuando el borde de la tela se elevaba. Imposible saber si ella lo hacía a propósito, tentándolo, torturándolo.

Cuando hubo satisfecho su inspección de todas las nubes del cielo, la mujer finalmente se dignó a volver a mirar al mago. Mantuvo sus ojos en los de él un minuto y después, lentamente, desnudó su rodilla izquierda, como desafiándolo. Sonreía.

El mago dejó de hablar, sorprendido. ¿Tan fácil iba a ser? Su mano se movió con vida propia, lenta, un poco temblorosa. El índice se posó sobre la piel desnuda de la mujer y comenzó a hacer su trabajo.

Cuando terminó de trazar su conjuro, el mago miró el rostro de la mujer, buscando esa expresión que tanto conocía y que mostraba que la víctima había sido hechizada.

Más no podría haberse sorprendido de ver que en los ojos de ella lo que había no era esa cara ensoñadora y semiperdida que mostraba la eficacia de su magia, sino una chispa de desafío y un dejo de picardía.

Y antes de que el mago pudiera reaccionar, la mujer lo tomó por la muñeca, y con un movimiento fluido lo acercó a ella. Casi en el mismo movimiento, metió la mano que tenía libre (la derecha) debajo de la remera del hombre y se la apoyó en el pecho, arriba del corazón.

El mago reconoció lo que ella estaba haciendo: escribía símbolos invisibles sobre su piel. Pero ya era tarde. Comenzó a extenderse calor desde la mano de la mujer al resto del cuerpo de él, hasta que el mago se sintió arder, a un rojo que sólo podía ser saciado comiendo de la boca de ella, respirando su aire, bebiendo su saliva.

Se besaron, una y otra vez, en pleno parque a plena luz del día en pleno centro, hasta que se hizo de noche y se fueron a dormir juntos.

Si este fuera un cuento, ahora sería el momento de decir que vivieron felices para siempre. Como no lo es, diré esto: se hicieron bien durante muchos años. Y con eso, sobra.