Gregorio Sánchez
despertó con una sensación extraña.
Tenía el cuerpo entumecido y duro, y
apenas podía moverse. Esperó unos segundos; quizá su cerebro se había despabilado
pero el resto de su ser todavía no. “Esto es bastante curioso”, pensó. Sin
asustarse, decidió dejar pasar algo más de tiempo, mientras revisaba en su
memoria buscando el término que identificaba a la dolencia que estaba
experimentando; algo que unía las palabras “terror” y nocturno”, o similar.
No sabía si era por la circunstancia de
su amanecer, pero le costaba pensar de forma ordenada. Así, desistió rápido de ese
esfuerzo, y decidió dedicarlo a desentumecer sus extremidades.
Hizo fuerza. No le era posible separar
las piernas ni extender los brazos; sentía cómo fluía la sangre a su cabeza. Al
mirar hacia arriba, notó que contemplaba el techo de su muy conocida habitación
sin sentido de profundidad. Mirando alrededor, confirmó esta idea. Parecía que
estaba viendo al mundo con un solo ojo. El miedo lo asaltó y pensó que quizá,
por algún accidente, se había quedado tuerto mientras dormía. Nervioso, quiso
incorporarse sin resultado.
Respiró e intentó calmarse. Probó otra
vez y lo único que logró fue caerse de la cama. La forma en que lo hizo lo
sorprendió: se desplomó como un peso muerto, siempre en su posición rígida. De
todos modos, algo de flexibilidad y
control comenzaba a volver. Moviéndose de a pequeños espasmos musculares se
acercó a su placard, que en el lado interior de la puerta tenía adosado un
espejo que llegaba casi hasta el piso. Le costó abrirlo y casi se lastimó la
cabeza, que era la única parte de su cuerpo que estaba en condiciones de usar,
y que sentía extrañamente blanda y expuesta. Una rendija primero, un tajo
después y la puerta se abrió.
Gregorio no pudo
contener un grito de sorpresa frente a lo que estaba viendo. Frente a él se
hallaba un pene gigante, en un muy evidente estado de erección. Parpadeó y vio
que en el espejo el pene abría y cerraba su orificio uretral. Estaba
contemplando su nuevo aspecto cuando oyó la voz de su
madre.
‑¡Gregorio! ¡Gregorio! ¡Levantate,
dormilón! ¡Estás llegando tarde a la oficina!
Con dificultad, Gregorio se desplazó
hasta la puerta, apoyándose en ella de modo que su madre no pudiera abrirla; no
podía confiar en que la buena mujer no decidiera entrar de sopetón y, aún
confundido como se hallaba frente a su nuevo estado, entendía que debía
encontrar una forma más gradual de preparar a su madre para la noticia del
cambio de su hijo mayor. Contestó.
‑Ya va, mamá... No sé cómo me quedé dormido.
Su voz sonaba gruesa y gutural. Pero su
madre no iba a soltar la presa tan fácil.
‑¿Gregorio, querido, qué le pasa a tu
voz? ¿Tenés catarro?
‑Sí, mamá, sí. Me duele un poco la
garganta. Preparame el desayuno que ya voy.
Escuchó cómo su madre daba media vuelta y
bajaba las escaleras rumbo a la cocina. Gregorio se dejó resbalar hasta quedar
horizontal sobre el piso de nuevo.
"¿Y ahora qué hago? Evidentemente,
no puedo ir a la oficina así. La jefa me mataría. Ni siquiera puedo usar
corbata. Tengo que encontrarle una solución. Lo primero es lo primero. No puedo
moverme si estoy tan duro". Horas de ocio adolescente le habían enseñado
cuál era la única solución a su problema.
Volvió a girar sobre sí mismo y se acercó
a la cama. Con mucho trabajo, logró recostarse contra esta, con la cabeglande
en los pies de la cama y los testipiés apoyados en el suelo. Comenzó un
movimiento de frotación contra la colcha que le causaba latigazos de placer. Se
movió más y más rápido. Las oleadas de satisfacción aumentaban, hasta que con
una contracción final eyaculó una buena cantidad, manchando el cuadro de su
abuela que, con rostro adusto y ceñudo, lo miraba desde la pared vecina.
"Qué enchastre", se angustió.
"Pero ahora por lo menos voy a poder doblarme".
Al decir esto, dirigió su cabeza hacia
donde antes tenía sus extremidades inferiores. Notó que tenía una nueva
elasticidad al tiempo que se volvía cada vez más fláccido y pequeño. Reptando,
a la manera de una oruga de mariposa, llegó a las proximidades de su cómoda y
oteó hacia arriba para ver la hora. Apenas podía, puesto que ahora medía menos
de un tercio de su altura habitual. "¡Las diez y media! ¡Más de dos horas
de retraso! ¿Quién le explica a la bruja todo esto?". Pensaba en su jefa,
una cuarentona con cara de anorgasmia religiosa prolongada y conceptos
teutónicos de la existencia que cada vez que podía le hacía la vida imposible.
"Ahora estará contenta porque tendrá una razón para mortificarme por mucho
tiempo".
Sus cavilaciones se vieron interrumpidas
por una voz masculina.
‑¡Gregorio! ¡Gregorio! Levantate
enseguida, que vinieron a verte. Es la Señora Schlegel.
Su padre era perentorio. Apenas terminó
de pronunciar las palabras cuando sonó una voz de mujer, rasposa, acostumbrada
a mandar.
‑Ejem. Señor Sánchez, en vista de que
usted no daba rastros de vida, decidí venir a ver qué le sucedía. ¿Es que no
piensa salir y hablar de hombre a hombre?
Gregorio intentó contestar, con un hilo
de voz.
‑Ya voy, Señora Schlegel. Es que me dolía
un poco la garganta y...
‑No me importan sus excusas, señor Sánchez.
Usted tiene un horario que cumplir y debe cumplirlo. Abra la puerta al menos, y
conversaremos acerca de su situación que, le aviso, no es muy favorable que
digamos.
‑Sí, sí, sí, ya va.
A cada “sí”, Gregorio se acercaba al
rectángulo de madera que lo separaba del mundo. Se arrastraba a tal velocidad
que uno de sus testipiés golpeó contra una silla que estaba en el paso y un
profundo dolor que crecía desde las raíces del pene hasta estallarle en la
cabeza casi lo hizo desmayar. Descansó un momento y luego retomó su endiablado
reptar. Alcanzó el picaporte y trató de destrabarlo a cabeglandazos. Le tomó
menos intentos que el espejo, pero estaba todo magullado cuando lo logró.
Su padre, al notar que la puerta estaba
ahora abierta, empujó con fuerza, corriendo a Gregorio hacia un costado y
tapándolo. Los progenitores entraron, mientras la Señora Schlegel esperaba
afuera. Oculto, sólo fue posible que lo vieran cuando se hallaron en el centro
de la habitación.
Lo que siguió a continuación fue el
pandemónium. La madre, con loable preocupación maternal, fue la primera en
querer comprobar el estado de su hijo. Volteó y, al contemplarlo, la pobre
mujer no tuvo tiempo siquiera de emitir un grito, puesto que se desmayó al instante.
El padre, sintiendo el ruido que produjo el cuerpo de su esposa al caer, se
apresuró a agacharse para levantarla. En ese momento vio a su hijo. Quedó
paralizado, incapaz de reaccionar, durante unos segundos. Luego alzó a su mujer
y se dirigió a la salida.
-¡Siempre haciendo esta clase de cosas!
¡Esperá a que llame al médico y vamos a hablar, vos y yo!
Salió y se dirigió a su habitación, donde
depositó a su mujer en la cama. Después fue rumbo al teléfono.
La Señora Schlegel vio pasar a Sánchez padre
y gritó:
‑¡Gregorio Sánchez, salga! Basta ya de
pavadas, que es un hombre grande. ¡No complique más las cosas!
Terminó de decir eso y entró,
encontrándose frente a frente con el hombrepene, que se estaba acercando al
centro de la habitación. El la miró y, contra su voluntad, comenzó a erguirse
nuevamente. "¿Qué me pasa?”, pensó. “Esta mujer me atormenta cada vez que
voy a la oficina. No puede ser que me esté excitando". Sin embargo, así
era. En momentos estaba otra vez rígido. No sabía porqué, pero era la primera
vez que veía a su jefa con otros ojos. U ojo.
‑Señora Schlegel, nunca la había
contemplado así. Tiene una figura realmente apetitosa.
Gregorio se sorprendía de sus palabras,
pero un impulso más fuerte que él lo estaba forzando a pronunciarlas mientras
avanzaba tambaleante, ya henchido de sangre. La jefa, mientras tanto, observaba
la escena paralizada de terror. O por lo menos eso parecía, porque cuando
Gregorio estuvo lo bastante cerca, se lanzó a abrazarlo. Con su impulso, hizo
que ambos cayeran al piso, donde en segundos se despojó de su ropas e intentó
que por lo menos una porción de aquel enorme falo le entrara. No lo logró, pero
comenzó a rozarse contra el gigantesco glande, acompañando el movimiento con un
concierto de gemidos.
El hombre que se había convertido en pija,
mientras tanto, disfrutaba de la situación pero le estaba costando bastante
controlarse, y ya sentía el volcán a punto de estallar. Empero, algo lo impelía
a esperar a que por lo menos su jefa tuviera alguna satisfacción. Le parecía lo
correcto.
Tres segundos después de que la mujer
llegara al éxtasis, Gregorio largó todo lo que estaba guardando. La fuerza de
la expulsión arrojó a la Señora Schlegel algunos metros hacia atrás. Cayó y
quedó tendida, demasiado agotada como para hablar o moverse.
El padre de Gregorio asomó la cabeza con
timidez y observó la escena. Inmediatamente corrió a alcanzarle las ropas a la
Señora Schlegel, mientras murmuraba excusas.
‑Discúlpenos, Señora. Este hijo mío
siempre causa problemas. Aquí hemos intentado educarlo cristianamente. Pero ya
ve. Tome, vístase. No sé qué decir...
La mujer lo miró, apenas recuperada.
‑No se preocupe, no me hizo ningún daño. Quizá
siento un poco de ardor, pero ya pasará. Ahora, tengo una oferta para hacerle.
Lo tomó del brazo y se lo llevó a un
costado.
-Quiero que deje venir a su hijo conmigo.
Le garantizo que le proveeré todas las comodidades y caprichos que quiera.
Tengo dinero y puedo darme ese lujo. Piense además que, en la condición en que
está Gregorio, no podrá ganarse el sustento, lo que lo transformaría en una
verdadera carga para ustedes.
Su tono de voz era convincente., tanto
como para permitir al padre considerar la propuesta.
‑Bueno, debería consultarlo con mi
esposa, pero en principio diría que sí, es decir, si mi hijo acepta. Ahora que
lo pienso, será mejor que no esté aquí en casa. Usted sabe, tengo dos hijas que
apenas han salido de la infancia, y sería bastante engorroso que estuvieran
viendo a Gregorio todo el tiempo. Vio cómo preguntan los chicos. En realidad,
sería un arreglo muy conveniente...
Lo meditó un segundo (o así lo hizo
parecer) y continuó.
‑Si usted me garantiza que él estará
bien, puede llevárselo ahora. Yo ya le explicaré a su madre. Después podríamos
arreglar horarios de visitas, porque ella es una mujer sentimental. ¿De
acuerdo?
‑No hay ningún problema. Tráigame una
caja o bolsa donde pueda meterlo, porque no pensará usted que puedo llevarlo
por la calle así nomás, ¿no?
El padre asintió y se fue rumbo al
sótano. La Señora Schlegel se dirigió a Gregorio que retozaba somnoliento.
-Ahora, Gregorio querido, te vas a venir
conmigo. Yo te voy a cuidar muy bien.
El joven, agotado, apenas movió el
cabeglande asintiendo. De todos modos iba a necesitar alguien que se encargara
de él, y no le parecía justo que sus padres tuvieran que soportar la carga
ahora que no podía trabajar.
El señor Sánchez volvió con un cajón de
manzana vacío. No les costó trabajo meter a Gregorio en ella, ya que estaba
pequeño de nuevo. Lo cubrieron con una sábana y salieron de la casa rumbo al
coche de la mujer. Pusieron el bulto en el baúl y el auto partió, llevando a
Gregorio a su nueva vida.
En la casa de la Señora Schlegel obtuvo
toda la comodidad material que podía desear. Tenía una habitación amplia y
salía a deambular por el jardín cada vez que quería, protegido de miradas
indiscretas por un paredón alto. Se fue acostumbrando a pasar las mañanas
tumbado sobre el césped, calentándose al sol y charlando con Ramiro, el
jardinero. No veía a la Señora Schlegel hasta bien entrada la tarde, momento en
que llegaba del trabajo.
Luego de cenar, usualmente, se dirigían a
la habitación de la jefa a descargar tensiones. Gregorio estaba siempre
dispuesto, con una mezcla de agradecimiento y calentura permanente. Además, le
agradaba la duración de estas sesiones y la resistencia de la mujer. Retozaban
durante horas y horas. Ella gustaba de vestirlo. Se entretenía poniéndole
sombreros y pintándole bigotes. El joven tenía varios trajes, todos hechos a
medida. Ambos vivieron felices por mucho tiempo.
Sin embargo, como en toda historia feliz,
ésta también llegó a un fin.
Al cabo de un tiempo Gregorio comenzó a
sentirse insatisfecho. Necesitaba más. Le daba la impresión de que todas las
mujeres del mundo no le alcanzarían para colmar toda su libido, su insaciable
deseo de carne femenina. Así encontró su perdición.
Cuando él llegó por primera vez a la
casa, la mucama se impresionó sobremanera, pero no tardó en reponerse y mostrar
interés. Luego de probar a Gregorio, comenzó a traer a amigas y conocidas que
querían tener nuevas experiencias. Fue así que aquel vio desfilar todas las
tardes (siempre que la Señora no estaba, por supuesto) a innumerables damas de
variadas edades deseosas de acariciarlo y dispensarle los mas exquisitos
cuidados. Tenía que reconocer que le gustaba, y mucho, ser el centro de tantas
atenciones.
Mas un mal día, la Señora Schlegel volvió
temprano del trabajo. Al abrir la puerta escuchó unos ruidos provenientes de la
habitación de Gregorio. Ruidos inconfundibles, que ella bien conocía. La cólera
la poseyó.
Se dirigió hacia el cuarto, pasando antes
por el estudio donde guardaba un viejo pistolón español, recuerdo de su padre.
Empuñándolo, subió las escaleras y pateó la puerta con un grito salvaje. En el
centro de la habitación estaba Gregorio, nunca más erguido, y tres mujeres (una
rubia, una morocha y una pelirroja) se entretenían lamiéndolo en toda su
extensión. Recorrían cada centímetro de piel y se detenían de vez en cuando,
para verlo temblar e intercambiar risitas nerviosas entre ellas.
La irrupción detuvo inmediatamente la
algarabía. Al ver los gestos ominosos que la Señora Schlegel hacía con el arma,
las demás mujeres se retiraron, desnudas aún. La jefa avanzó hacia Gregorio,
que intentaba explicarse balbuceante.
-Señora, déjeme que le explique. Usted siempre
estás en el trabajo y me deja solo... No es mi culpa...
La mujer lo interrumpió con un gesto
categórico.
‑¡Traidor! Te traigo acá, te cuido,
satisfago hasta tus más ínfimos deseos, ¡y me hacés esto!
Antes de que Gregorio pudiera abrir el
orificio uretral y decir algo más, la Señora Schlegel tiró del gatillo. El
estruendo la dejó sorda por unos segundos. El humo de la pólvora le nubló la
vista, pero cuando se disipó, pudo ver que Gregorio yacía en el piso, muerto. El
pistolón se deslizó de entre sus dedos. Cayó de rodillas y lloró hasta que
llegó la policía.
No pudieron acusarla de asesinato, puesto
que ese era el primer caso su estilo en la historia; después de unos días, un
confundido juez la dejó ir. Ni bien quedó libre, la Señora Schlegel reclamó el
cadáver de la morgue y lo hizo embalsamar. La familia del hombrepene ya no
quería saber más nada con quien consideraban una oveja negra, por lo que
dejaron todo en sus manos.
El aspecto que tenía Gregorio antes de
ser confinado a la tierra era magnífico: erecto como había sido en vida, y maquillado
de forma tan convincente que casi se podía decir que sonreía. Para acomodarlo
bien, la mujer mandó a hacer un ataúd especial con forma de T. Hizo que lo
enterraran de forma vertical, en recuerdo de sus días más felices juntos. Luego
dejó su trabajo, vendió sus propiedades y se recluyó como sacerdotisa en un
templo de Príapo.