El señor
García era un señor como hay miles de millones en el mundo.
Bueno, no miles. Con sus características
físicas exactas había sólo tres millones seiscientos
cuarenta y tres mil novecientos dos. Pero eso no viene al caso.
Lo que sí viene al caso es que este señor
García no tenía ninguna particularidad. No era un genio, no podía multiplicar
dos números de cien cifras cada uno ni predecir las tiradas de un dado; tampoco
cantaba demasiado bien (aunque si alguien le hubiera dicho que en realidad
desafinaba en la ducha lo hubiera mortificado), se daba maña con la gambeta ni
era particularmente exitoso con el sexo opuesto, o por caso con su mismo sexo.
Era normal-normal.
Pero no del todo, si no que alguien
contara su historia no tenía sentido. La gente normal-normal no llega a los
diarios, salvo cuando se cruza con algún automóvil a gran velocidad.
El detalle relevante en la vida del señor
García es que era muy olvidadizo. Pero muy mucho. No era sólo que cuando se
ponía los anteojos en la frente se volvía loco buscándolos, ni que no recordara
el día en que estaba. Lo suyo era terrible. Célebre fue en su barrio original
la ocasión en que le vendieron el buzón de la esquina de su casa por séptima
vez. El pobre García no guardaba en su memoria las anteriores permutas, lo que
lo hacía blanco fácil de mismo estafador una y otra vez. Está claro también que
las inversiones no eran lo suyo, y que su falta de recuerdos conspiraban contra
su capacidad de juzgar el carácter moral de las personas.
Otro caso fue el de su romance con la
Rosita, la chica más codiciada de la zona. El joven García se dedicó con empeño
a conquistarla. Le mandaba flores, bombones y postales perfumadas. Fundamental
en el nacimiento de esta relación fue Don Tito, el cartero, que llevaba las
cartas a la casa de Rosita a pesar de que el chico insistía en mandarlas al Santa
Rosa, La Pampa o a Venado Tuerto. De qué oscuros rincones de la cuasi-amnésica
psiquis de García surgían estas direcciones es un dato del que no disponemos.
Tanto insistió el muchacho (y porfió Don
Tito), que al final la chica se rindió y le entregó su amor. Que pronto se
transformó en odio; García, en su vacío de recuerdos, nunca acertaba el nombre
de su novia. Cuando tenía citas, llegaba tarde, si es que aparecía. Cuando lo
hacía, lo más probable es que tuviera todavía la toalla de baño anudada a la
cintura y nada más puesto. Rosita aguantó estoicamente, pero cuando su padre
encontró a García vestido con su piyama y preguntando quién se casaba en la
puerta de la Iglesia mientras ella lo aguardaba adentro, decidió abandonarlo y
casarse con un contador de gran memoria para los números.
Con su rutina diaria de tomarse un vaso
de agua del Leteo, el amor no era lo de García. Hubiera podido, basándose en el
antiguo dicho, dedicarse al juego, pero su absoluto desconocimiento de las
reglas de todo trance, aún cinco minutos después de que se las hubieran
explicado, lo hacía imposible. Por fortuna su padre fue previsor, de manera que
cuando el anciano caballero murió, dejó a su hijo una considerable fortuna que
hacía innecesaria la alegría del trabajo.
Además, viendo la total incapacidad de su
progenie, el señor García (el mayor) se encargó de que su dinero siguiera
reproduciéndose con esa saludable costumbre que tiene el metálico cuando no
está solo, liberando a su hijo de la carga de preocuparse por crear más moneda.
Resuelto este problema, el señor García
(el menor), se dedicó a la vida contemplativa, que en su caso consistía en leer
y releer el segundo tomo de “Las Mil y una Noches” y sorprenderse ante cada
nueva desventura del pobre Abul Hassan como si fuera la primera vez. Cada vez
que terminaba de leer el tomo se iba a dormir, pensando en comenzar al día
siguiente con el tercero y último, y saber si efectivamente la cantidad final
de noches eran las pregonadas en el título.
Transcurría su vida con normalidad (toda
la normalidad de la que se pueda hablar en una historia como ésta) hasta que un
día, a la mañana, el señor García descubrió, al intentar ponerse el sombrero
para salir, que había perdido la cabeza. En el espacio antes ocupado por su
cráneo no había nada. Ni siquiera un mísero resto de cabello, ni una pestaña,
ni un diente, nada. Todo había sido extraviado, olvidado en algún lugar que su
deficiente memoria de Homo Sapiens no recordaba.
El hombre comenzó a buscar su cabeza
desesperado. No sólo era el suyo un grave problema físico sino que, ¿cómo
podría salir a la calle con esa facha? ¿qué dirían sus compañeros del club al
verlo llegar sin su turbante?. Esto último molestaba más que nada a García por
lo que le había costado ingresar a esa Asociacia﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽s incidentes relacionados con la cabeza de Garce y en el
que sinzar al dón. Había sido necesario que se acostumbrara a dormir con
el turbante puesto para que no se lo olvidara y así le impidieran ingresar a su
exclusivo club de lectores de “Las Mil y una Noches”, desagradable
circunstancia que le sucedió durante un tiempo hasta encontrar la antedicha
solución.
Luego de rebuscar por toda su casa y
agobiado por el peso de su infortunio, García se decidió a pedir la ayuda de
todo el barrio. Los vecinos colaboraron de buen gusto, puesto que a pesar de
ser tan olvidadizo, el hombre era una buena persona.
La búsqueda fue en vano. No quedó un
callejón sin revisar, un tacho de basura sin ser abierto y esculcado por los
buscadores. Todo el barrio participó, pero sin resultados. Después de varios
meses infructuosos, la gente empezó a cansarse y a desertar. García continuó
(después de todo, se trataba de su cabeza), pero poco antes de que se cumpliera
un año de la pérdida debió darse por vencido.
Una profunda depresión se apoderó de él.
Sus amigos intentaron hacerle compañía, ayudarlo a paliar la pérdida, pero de a
poco dejaron de frecuentarlo porque les hacía sentir extraños hablarle a
alguien que no sabían si los estaba mirando o no. Persona a persona, el señor
García se fue quedando solo. Ya se había acostumbrado a vivir sin su cabeza,
pero no sabía qué hacer ahora que su entorno lo había abandonado.
Y un día llegó a la zona un circo de tres
pistas. Al señor García la noticia no lo afectó al principio, porque nunca le
habían gustado los elefantes, y este circo en particular tenía cinco machos,
dos hembras y un cachorrito. Pero entre animales y trapecistas había una
compañía de seres extraños, que se especializaban en exhibirse para deleite y
horror de los visitantes en una tienda contigua a la cabina donde se vendían
las entradas para la atracción principal (los ocho elefantes). Allí, por unas
monedas, la gente común podía sorprenderse viendo a la mujer barbuda, el
lagarto humano, el tragasables y el hombre de goma, entre otras curiosidades humanas
de la naturaleza, curiosidades que debían ser vistas para ser creídas, o por lo
menos eso pregonaba el colorido cartel que pretendía atraer espectadores.
Solitario como se había vuelto, García
decidió visitar el circo y mientras esperaba que comenzara la función pasó por
la galería de curiosidades. No pasaron diez minutos cuando (el hombre era
olvidadizo, no un completo idiota) se dio cuenta de que entre esa gente él
podría sentirse cómodo, acostumbrados como estaban a sentirse rechazados y, por
esa razón, a ser solidarios entre sí.
García vio su oportunidad y se ofreció
como número estrella. Después de regatear su sueldo con el administrador del
circo, el hombre sin cabeza pasó a convertirse en la atracción principal y dejó
para siempre sus pagos natales.
El señor García pronto quedó encantado
con la vida de circo y al poco tiempo, con el dinero de su padre, lo compró y se
dedicó a viajar por el mundo.
Y entre gira y gira, se enamoró de la
mujer barbuda (que era una mujer y no un hombre disfrazado como aseguraban las
malas lenguas) y se casó con ella, luego de un cortejo breve y en el que sólo
hubo dos incidentes relacionados con la cabeza de García y uno de pelos de
barba femenina en una sopa.
De ese feliz matrimonio nacieron cuatro
hijos, todos con cabeza y, las nenas, sin barba. La progenie creció sin mostrar
problemas de memoria y, cuando dio nietos, el señor y la señora García
comprobaron felices que la racha de cabezas y caras lampiñas continuaba. Por
esas épocas, la familia ya había vendido el circo debido a la falta de
performers que pudieran continuar la tradición de los padres.
El señor García y su esposa volvieron al
barrio, en donde todavía él era recordado con afecto y al que él, extraño,
nunca había olvidado del todo. Con los dineros logrados de la venta del circo,
la pareja se dedicó a hacer tareas comunitarias que les terminaron de granjear
el cariño de sus vecinos. La combinación de sus obras y su historia de vida los
convirtió en la gente más popular de la zona. Y allí ambos terminaron sus días.
Hoy, una plazoleta los recuerda. En medio
de la plazoleta hay una estatua de ambos, que los refleja es sus épocas de
gloria: García vestido de punta en blanco, y sin cabeza, y su esposa con una
frondosa barba. De vez en cuando, algún graciosillo pretende ser original
poniendo un objeto chocante en el lugar donde debería ir la cabeza de la
estatua; pero siempre algún vecino amable se encarga de volver todo a la
normalidad, porque no todo el mundo ha olvidado al hombre que perdió su cabeza
por no recordar dónde la haba olvidado
del todo. Con los dineros logrados de la venta del circotinuar la tradiciía
dejado.