El humo era espeso, negro y pungente. Se
te metía hasta lo más hondo. Las fosas nasales registraban cada partícula
minúscula. Era casi como una pared, sólido, inatravesable.
Mis piernas caminaban mientras mi cabeza
volaba por algún rincón del cosmos. Acababa de salir de una reunión en la que
habíamos fumado una cantidad importante. El toque final había sido de algo bien
para arriba, bien mental. Tenía una semisonrisa relajada en la cara, y ojos
culpables.
La liviandad de mi parte superior se
contagiaba a la inferior, y decidí caminar las veinte cuadras que me separaban
de mi casa. El calor ayudó a la elección: no tenía ganas ni de meterme bajo
tierra ni de encerrarme en una lata rodante. Avancé menos de cien metros cuando
olí lo que instantes después vi que era ese humo casi vivo.
Con ojos entrecerrados seguí adelante sin
dudar. Quería tomar lo que la noche me proponía. Antes de quedar envuelto, noté
que la avenida estaba a oscuras.
Es extraño ver sin luz una de las
arterias principales de una gran ciudad. Referenciadas en múltiples tangos, las
luces que ésta debía tener se me antojaban un chiste irónico. El espacio
negativo que creaba en mis ojos la ausencia de las habituales luminarias era
cautivante. Mirando hacia arriba, hacia los edificios apagados, floté al
universo.
Pero el humo insistió en traerme de mis
divagues. Su acritud era ineludible. Y de entre sus volutas densas surgían sombras,
en un primer momento informes. Me detuve.
¿Qué eran esos monstruos humanoides
surgidos de las fauces de algún Hades? ¿Venían a reclamarme, como a Heraklés
cuando visitó el reino de los muertos? ¿Me contarían sus tristezas terrenales,
sus deseos inclumplidos, sus deudas pendientes?
Mi corazón se aceleró. La imagen post
apocalíptica era perfecta: oscuridad, humo, seres que debían ser humanos pero
me parecían irreconocibles.
Por primera vez mis oídos registraron un repiqueteo
persistente, una percusión hecha de elementos improvisados, primigenia,
primordial, sacada de lo más hondo.
Rodeado como estaba, la única opción que
podía aceptarme era seguir avanzando. Siempre hacia delante, sin mirar atrás so
pena de sufrir el destino de la esposa de Lot.
A medida que caminaba, las figuras se
hacían más precisas, hasta que una ráfaga de viento inesperado, cálido, abrió
las cortinas y me mostró el cuadro: un grupo de gente golpeando palos y
cacerolas. Algunos alimentaban las gomas quemadas que creaban el humo que me
rodeaba. Unos pocos hombres estaban en cueros. Tenían todas las edades
posibles.
Mi mente vagabunda entendió por fin lo
que sucedía. Y así como en un instante se iluminó mi cerebro, se despejaron mis
ojos. Una protesta. Un hecho justificado pero prosaico; entendible pero mundano
por completo.
Decidí continuar caminando, pero volver por
adentro de mi cabeza. La avenida de mi viaje era mucho más fascinante que el
espectáculo de gente reclamando que les devolvieran la electricidad.
flash!
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