lunes, 28 de enero de 2013

La carnicería


Me contaron que Fidel es el cuarto retoño de un viejo comunista (al que me antojo español, quiz.elado"s le dicen "l" muestra remarca rotundamente su fracaso.ás por el recuerdo del abuelo Jesús) que, hijo tras hijo, no lograba vencer la resistencia de su esposa para ponerle a uno el nombre de su máximo héroe rojo.

La señora se negaba no por caprichosa, si no porque el viejo comunista en cuestión portaba “Castro” de apellido, y ella temía las burlas o (no olvidar los tiempos de plomo que hemos sabido vivir en estos lares) alguna otra represalia mucho más violenta.

Entonces, cual espartano en las Termópilas, la mujer resistía. Pudo hacerlo una, dos, tres veces. Pero ante el arrollador avance de Xerxes Castro que, a la voz de “¡Es mi cuarto hijo y lo voy a llamar como se me cante!”, enarbolaba la bandera roja, amarilla y púrpura, sucumbió. Antes de rendirse, empero, ganó una concesión, que en su mente quizá alivianaba la cosa, pero que hoy sólo muestra remarca rotundamente su fracaso.

Y el hijo se llamó Guillermo Fidel Castro.

Ese niño creció, cosa inevitable. Perdió el pelo pero cultivó un mostacho de respetables proporciones. Hoy, es mi carnicero. Y todos le dicen “Pelado”.

lunes, 21 de enero de 2013

El gato con bolas


Había una vez un gato.

Esto no es nada del otro mundo. Y el gato tampoco tenía nada de extraordinario, salvo un detalle, que en realidad era destacable por el triste estado de nuestra modernidad.

El susodicho no se parecía ni al de Cheshire ni al de Blofeld. Era más bien común de apariencia. De color gris perla, pelo corto, tamaño medio y mañas largas.

Este gato era el dueño de la Señorita. P., una chica mentolada que a veces gustaba de tenderse sobre las rodillas de algún señor mayor y ser educada siguiendo la disciplina inglesa.

Quizá por tal educación fue que la Señorita P. decidió permitir que este felino del montón se destacara. Y es que, según me comentó alguna noche, su gato todavía tenía puestas las bolas. “Es una cuestión ideológica”, dijo sonriendo, mientras miraba mis rodillas con intenciones aviesas.

Pero para prevenir que este texto se convierta en un divague indulgente (si es que ya no es demasiado tarde), iré al punto que lo motiva. Debo antes remarcar que habrá dos clases de personas en lo que respecta a este opúsculo: las que entiendan porqué es importante que un gato conserve su saco escrotal y las que profesen amarlo pero igual se lo quiten. Éste es, además, el meollo de tanto palabrerío.

Los dos campos epistemológicos son irreconciliables. No importa cuanto se hable, cuanto se diserte o discuta, un bando nunca entenderá al otro.

El impulso castrador gatúbelo es anatema para féminas comprensivas y másculos solidarios. En la ribera opuesta se hallan aquellas hembras que, al no tener idea (comprensiblemente) del afecto que la mayoría de los XY le tenemos a esos objetos que una malhadada Naturaleza ha decidido poner en el medio de todo peligro a pesar de su sacralidad, deciden livianamente condenar gatos a una vida de pereza y sobrealimentación.

Pero el peor componente de ese grupo humano son los hombres que, ignorando todo impulso protector trans-especie para con los de su género, deciden quitar su tesoro a los felinos indefensos.

¡Qué insolidaridad! ¡Qué poca empatía! Por una comodidad mayor para ellos, con frivolidad retiran de circulación los esféricos, sin siquiera intentar ponerse en el lugar de aquellos a los que están privando eternamente del placer de volver a rascarse los huevos, cosa de la que ellos indudablemente disfrutan non-stop por ya no tener que preocuparse de las escapadas eróticas de sus mutilados compañeros de cuarto.

Un subgrupo ranfañoso, abominable, repulsivo, censurable y atroz. Dúctil en genuflexiones autocomplacientes, raquítico en empatía, desbordante de gandulería.

¡Damn you to Hell, oh traidores! ¡Ojalá volváis a renacer en un planeta en donde los simios os usen como esclavos, pero que antes os castren para obtener mayor docilidad de vuestra parte!

Entonemos entonces cantos a Bast para que ejecute esa justa venganza mientras recordamos al gato con bolas, un espécimen en extinción en un mundo de gente con cada vez menos coraje.

lunes, 14 de enero de 2013

La infidelidad de Jack


Tengo un Glenlivet en mi biblioteca, al que de a poco voy asesinando.

Siempre disfruté el whisky, aunque cuando el abuelo Jesús intentaba darme de probar, a los 13 años, no lo hubiera adivinado. Ese brebaje espantoso que el valenciano bebía con deleite me resultaba… bueno, espantoso. Deleznable. Cerval. Nada más lejos en mi mente, ávida de experiencias adultas, que tomar eso.

Años después, ya habiendo atravesado ese umbral de la hombría que requiere aprender a tomar whisky gracias a una oportuna botellita de Chivas Regal cortesía de una función privada de James Bond (I kid you not), reconocí la razón por la cual el líquido amarillento que el Pater Familias tomaba ritualmente antes de cada cena me era insoportable: de whisky tenpicamente.veo reducido, entonces: a alguien que escribe cosas to, pero no me jodas. Para sublimez, el whisky. Para inspiraciía sólo el nombre en la etiqueta. "El Elegido de los Criadores”, decía la descarada. Y una olisqueada me confirmaba que esos bovinos de ojos vacuos que me observaban desde la etiqueta debían ser, sin dudas, quienes producían el líquido infernal, reemplazando mentalmente la palabra “Elegido” por “Orín”. O “Meo”. En esa picamente.veo reducido, entonces: a alguien que escribe cosas to, pero no me jodas. Para sublimez, el whisky. Para inspiraciépoca todavía no tenía la sofisticación de ahora.

Otro derroche de originalidad, este texto. Alguien que le escribe al whisky, mientras lo bebe. Pero el mito del scotch, la leyenda, es fuerte. ¿Qué otro alcohol tiene tanta mística? ¿El vino? Lejos estoy de querer denigrar la fruta de Baco, pero no me jodas. Para sublimez, el whisky. Para inspiración literaria. Para charlar con un amigo. Para llorar solo.

A esto me veo reducido, entonces: a alguien que tipea temas tópicos tópicamente. De un abuelo heredé el don de la palabra, pareciera. Del otro, el gusto por la malta. ¿A quién le debo más?

Ah, pero no le soy absolutamente fiel a ese cereal, no. Como en la vida amorosa, debo hacer un mix-n-match que me mantenga contento, y por eso acudo al maíz y a su mejor hijo, el bourbon.

Sí, Glenlivet, te he sido infiel como a tantas. Y con otro hombre. Jack.

Mientras te amasijo de a cortos tragos, esa intimidad homicida no me impide excitarme frente a la idea de un Gentleman J. Neat, sin rocas, puro calor destilado que quema la garganta y no se detiene en mi estómago sino en mi entrepierna.

Pero créeme esto, que digo desde el fondo de mi hígado: cuando mueras, Glenlivet, serás extrañado. Aunque más no sea, por un corto tiempo.

lunes, 7 de enero de 2013

La chica que no besaba


La primera vez que vi a B. le estaban pegando.

No fue eso lo que me sorprendió. A esta altura, ya he visto mucha gente en circunstancias similares. Lo que me llamó la atención fue la forma en la que le pegaban. Parado con un pie al lado de la cruz en la que ella estaba atada, un hombre de unos cincuenta años le daba piñas en la cara.

El ángulo estaba calculado para maximizar el recorrido e impacto de cada puñete. El peso de su cuerpo se balanceaba de atrás hacia adelante cuando su brazo trazaba el recorrido del puño que terminaba en un rostro.

Los golpes eran secos. Los nudillos del hombre impactaban y ahí se quedaban. Luego, se retiraban lentamente, como si estuvieran amartillando cuatro armas que volvían a dispararse una y otra vez. Al comienzo del ciclo, el hombre inspiraba. Con el estallido de violencia, el hombre exhalaba.

Los golpes eran precisos. Los anteojos de B., una de sus posesiones más atesoradas, apenas se movían. La colisión de carnes no los inmutaba. Sólo tiempo después, cuando mi mano suplantó a la de ese hombre, supe que una de las pocas reglas de B. era que no le rompieran los anteojos. Moretones, sangre, dolor: sí. Anteojos rotos: límite duro.

El puño del hombre impactaba y B. gemía. Un gemido animal, básico. Orgásmico.

Alrededor de esta danza se congregaba una audiencia expectante. Decenas de ojos seguían el camino de la mano a la cara. Muchas gargantas respiraban al unísono: algunas con el castigador, otras con la castigada. Reinaba el silencio, roto sólo por las inspiraciones cada vez más pesadas del hombre y los suspiros cada vez más agudos de B.

No sé si acabó. No sé si le era tan importante. La sesión de box unilateral terminó porque el hombre se cansó antes que B. Al tiempo que las miradas de la gente se trasladaban a algún otro juego, yo la seguí con la mía mientras ella iba al baño.

Cuando salió me acerqué a hablarle. A los diez minutos, me garroneó diez pesos que le faltaban para tomarse un Speed con vodka. Lo hizo muy educadamente, eso sí. Me resultó simpático que me pidiera sólo parte de un trago, y decidí invitárselo yo. Tuve que insistir para que aceptara.

A partir de ahí nos hicimos amigos. O algo así. De vez en cuando nos juntábamos a intercambiar violencia. Bueno, “intercambiar” no es exacto. A que ella recibiera mi violencia y la convirtiera en su placer. Pero mi violencia siempre tenía un freno que yo sabía que la dejaba insatisfecha en algún lugar. No podía entregarme de forma completa a su receptividad, a su necesidad de dolor y humillación.

Ella me pagaba los golpes engulliendo mi pija con una devoción que ya hubiera deseado poder fingir Linda Lovelace. Le gustaba quedarse ahí, ahogándose, babeando, hasta no dar más. Tragando mi carne me miraba, siempre con los ojos enmarcados por sus gafas de semi-hipster, con las que yo siempre tenía extremo cuidado.

Y sus otras dos reglas me molestaban mucho más que la de los anteojos, la verdad.

La primera era que no le gustaba que le chuparan la concha, sin importar la genitalidad de quien lo hiciera. Pocas han sido las criaturas que me he cruzado a quienes no les apasionara que les comieran el sexo y para todas (me arriesgaría a decir) la causa era fácil de rastrear hasta alguna clase de inhibición. Extraño me resultaba que ella, ser libre como pocos, sufriera de ese obstáculo. Mil y una vez la sondeé buscando alguna explicación, en vano.

Podría haberme resignado a no saborearla. Pero era la segunda regla la que más me perturbaba, y de una forma que al día de hoy no puedo terminar de precisar.

B. no besa en la boca si puede evitarlo.

Si se ve arrinconada, te deja hacer. Pero no responde, o la respuesta es como besar una rodaja de matambre.

¡Como me volvía loco esa regla de mierda! ¿Cómo podía ser que ella, cuya oralidad estaba a flor de piel, a quien había visto satisfacer a buen número de hombres y mujeres por separado y en simultáneo, ella mismita, que tomaba cerveza como si fuera el fin del mundo y fumaba como si se le hubiera acabado esa cerveza en los últimos minutos, no quisiera entregarse a los placeres osculásticos?

Inútil discutir el tema. Se negaba a analizar sus razones. Y eso no me gustaba un carajo. Me frustraba no poder besarla, no poder comer su boca.

Así transcurrieron los breves meses en los que nos vimos con cierta regularidad, pero al final nuestros propios limites nos alejaron. Nos faltaba una coincidencia fundamental: Yo no estaba dispuesto a pegarle como ella necesitaba. Ella no quería besar. Violencia sí﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽no. en cuandos propios limites nos alejaron. Yo no estaba dispuesto a pegarle como ella necesitaba. Ella no estaba disí. Ternura no.

Ambos coincidimos en “adiós”.

La escritura como expulsión de fluidos corporales


Escribir está a mitad de camino entre vomitar y eyacular. La necesidad imperiosa de poner palabras en el papel se enfrenta a la pereza, pero si uno se estimula previamente puede ser mucho más fácil.

¿Cuántos escritores escriben porque quieren? ¿Cuántos porque no pueden evitarlo?

A confesión de partes, relevo de pruebas, dicen los poco inspirados. Como yo acabo de hacer. Pero no es menos cierto por trillado. La confesión: no soy escritor. Escribir no me apasiona. Escribir es, simplemente, la mejor manera de poner un freno a los pensamientos que machacan mi cerebro, mi córtex. Un exorcismo.

Sí, eso.

Déjenme redefinir la primera frase entonces: “Escribir está a mitad de camino entre vomitar y hacer un exorcismo”. Esa síntesis me gusta.

Y entonces me voy a dormir.