La primera vez que vi a B. le estaban pegando.
No fue eso lo que me sorprendió. A esta altura, ya he visto
mucha gente en circunstancias similares. Lo que me llamó la atención fue la
forma en la que le pegaban. Parado con un pie al lado de la cruz en la que ella
estaba atada, un hombre de unos cincuenta años le daba piñas en la cara.
El ángulo estaba calculado para maximizar el recorrido e
impacto de cada puñete. El peso de su cuerpo se balanceaba de atrás hacia
adelante cuando su brazo trazaba el recorrido del puño que terminaba en un
rostro.
Los golpes eran secos. Los nudillos del hombre impactaban y
ahí se quedaban. Luego, se retiraban lentamente, como si estuvieran
amartillando cuatro armas que volvían a dispararse una y otra vez. Al comienzo
del ciclo, el hombre inspiraba. Con el estallido de violencia, el hombre
exhalaba.
Los golpes eran precisos. Los anteojos de B., una de sus
posesiones más atesoradas, apenas se movían. La colisión de carnes no los
inmutaba. Sólo tiempo después, cuando mi mano suplantó a la de ese hombre, supe
que una de las pocas reglas de B. era que no le rompieran los anteojos.
Moretones, sangre, dolor: sí. Anteojos rotos: límite duro.
El puño del hombre impactaba y B. gemía. Un gemido animal,
básico. Orgásmico.
Alrededor de esta danza se congregaba una audiencia
expectante. Decenas de ojos seguían el camino de la mano a la cara. Muchas
gargantas respiraban al unísono: algunas con el castigador, otras con la castigada.
Reinaba el silencio, roto sólo por las inspiraciones cada vez más pesadas del
hombre y los suspiros cada vez más agudos de B.
No sé si acabó. No sé si le era tan importante. La sesión de
box unilateral terminó porque el hombre se cansó antes que B. Al tiempo que las
miradas de la gente se trasladaban a algún otro juego, yo la seguí con la mía
mientras ella iba al baño.
Cuando salió me acerqué a hablarle. A los diez minutos, me
garroneó diez pesos que le faltaban para tomarse un Speed con vodka. Lo hizo
muy educadamente, eso sí. Me resultó simpático que me pidiera sólo parte de un
trago, y decidí invitárselo yo. Tuve que insistir para que aceptara.
A partir de ahí nos hicimos amigos. O algo así. De vez en
cuando nos juntábamos a intercambiar violencia. Bueno, “intercambiar” no es
exacto. A que ella recibiera mi violencia y la convirtiera en su placer. Pero
mi violencia siempre tenía un freno que yo sabía que la dejaba insatisfecha en
algún lugar. No podía entregarme de forma completa a su receptividad, a su
necesidad de dolor y humillación.
Ella me pagaba los golpes engulliendo mi pija con una
devoción que ya hubiera deseado poder fingir Linda Lovelace. Le gustaba
quedarse ahí, ahogándose, babeando, hasta no dar más. Tragando mi carne me
miraba, siempre con los ojos enmarcados por sus gafas de semi-hipster, con las
que yo siempre tenía extremo cuidado.
Y sus otras dos reglas me molestaban mucho más que la de los
anteojos, la verdad.
La primera era que no le gustaba que le chuparan la concha,
sin importar la genitalidad de quien lo hiciera. Pocas han sido las criaturas
que me he cruzado a quienes no les apasionara que les comieran el sexo y para
todas (me arriesgaría a decir) la causa era fácil de rastrear hasta alguna
clase de inhibición. Extraño me resultaba que ella, ser libre como pocos,
sufriera de ese obstáculo. Mil y una vez la sondeé buscando alguna explicación,
en vano.
Podría haberme resignado a no saborearla. Pero era la segunda
regla la que más me perturbaba, y de una forma que al día de hoy no puedo
terminar de precisar.
B. no besa en la boca si puede evitarlo.
Si se ve arrinconada, te deja hacer. Pero no responde, o la
respuesta es como besar una rodaja de matambre.
¡Como me volvía loco esa regla de mierda! ¿Cómo podía ser
que ella, cuya oralidad estaba a flor de piel, a quien había visto satisfacer a
buen número de hombres y mujeres por separado y en simultáneo, ella mismita, que
tomaba cerveza como si fuera el fin del mundo y fumaba como si se le hubiera
acabado esa cerveza en los últimos minutos, no quisiera entregarse a los
placeres osculásticos?
Inútil discutir el tema. Se negaba a analizar sus razones. Y
eso no me gustaba un carajo. Me frustraba no poder besarla, no poder comer su
boca.
Así transcurrieron los breves meses en los que nos vimos con
cierta regularidad, pero al final nuestros propios limites nos alejaron. Nos
faltaba una coincidencia fundamental: Yo no estaba dispuesto a pegarle como
ella necesitaba. Ella no quería besar. Violencia sí﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽no. en cuandos propios limites nos alejaron. Yo no
estaba dispuesto a pegarle como ella necesitaba. Ella no estaba disí.
Ternura no.
Ambos coincidimos en “adiós”.