Funes se había cagado.
Así de brutal y sucinto era el mensaje,
que se difundía de la forma en la que se esparcen las noticias en una escuela:
“Funes se cagó”. Al día de hoy no sabría explicarlo (y ya hace tiempo que dejé
los recintos escolares), pero juro que una novedad así se expande por una
escuela como por ósmosis. Nosotros todavía est
ábamos en clase, no habíamos salido al
recreo, no habíamos interactuado con nadie, y sin embargo ya estábamos
anoticiados.
“Funes se cagó”, la clase de frase que
puede perseguirte toda la vida, aún ya de adulto. La circunstancia que crea o
destruye reputaciones en un secundario. Porque el día de mañana quizás sólo
seas recordado por haberte cagado, y en la reunión de veinte años de egresados
tengas que comerte los mismos chistes que te hicieron sufrir veinte años antes.
Afortunadamente para mis niveles
juveniles de ansiedad, el timbre del recreo sonó pocos minutos después de que
la información se filtrara al aula en la que tomaba clases mi división.
Me lancé por la puerta, dispuesto a
completar la carencia de datos que rodeaban a la escueta declaración de que
alguien se había cagado. ¿Cuándo había sido? ¿En qué circunstancias? ¿En qué
lugar de la escuela? ¿Había salido corriendo?
Mientras intentaba recabar los datos,
pensaba en Funes: un año mayor, aunque ya había repetido y cursaba segundo año
como nosotros. Típico morocho argentino, renegrido, pelo lacio. Funes era “el
Negro Funes”.
Vivía cerca de casa aunque no podría
precisar dónde. Parecía provenir de una familia más bien humilde, de clase
media baja. Yo tenía algo de trato con él, nos conocíamos del barrio y durante
un tiempo compartimos club. No era mal tipo, Funes. Andaba por la vida con unos
auriculares de walkman siempre puestos, pero sin walkman, cuando tener un
aparato así era un símbolo de ostentación.
No era de meterse en peleas; su destino
era más el ser abusado que el abusar. A veces contaba historias
que a nosotros nos costaba creer, como que Carlitos Balá lo había saludado para
un cumpleaños, o que su papá era marinero y por eso nunca lo íbamos a ver en un
acto de la escuela.
Acercándome al aula donde cursaba Funes, noté un pequeño tumulto de
escolares que pugnaban por ingresar, por lo que asumí que la estrella de la
noticia estaría ahí dentro todavía, quizás incluso retenido por la propia masa
humana que acudía a verlo.
Me abrí paso entre chicas con caras de
asco y chicos que se re ían. Fue más fácil de lo que pensé; había
como un flujo de gente, una marea, que entraba, comprobaba la veracidad de lo
que le habían contado y rompía para salir, como ya dije, riendo o asqueada. O
con una combinación de ambas.
El aula era más bien chica y profunda,
encasquetada entre dos más grandes que ocupaban las esquinas de un patio
interno. El pizarrón estaba justo en el
otro extremo de donde se hallaba la puerta, que se abría al medio de dos filas
de dos bancos de ancho. Funes, como alumno de regular tirando a flojo que era,
se sentaba en uno de los últimos, contra la esquina izquierda, en donde
intentaba ser invisible la mayor parte de la clase.
El salón estaba alborotado por la gente
que circulaba, pero ahí estaba el Negro, sentado en su banco y con la vista
pétrea, como si con los ojos intentara escribir algo en el pizarrón. Su cara
era la única cara posible: resistía el impulso de soltar la bronca y vergüenza
que le daba su situación, pero sólo a costa de un esfuerzo sobrehumano.
No sé qué impulso me hizo sentarme en el
banco de al lado suyo y hablarle.
“¿Cómo estás?”, le pregunté.
No contestó. La poca distancia que nos
separaba hizo dolorosamente patente que la información que circulaba era
literal, no alguna clase de imagen que se refiriera a su cobardía o
predisposición a las peleas. Sentado en sus jeans, con un buzo de color verde
oscuro puesto, Funes empollaba un sorete de considerable calidad olfativa.
Seguí sus ojos con los míos, dada la poca
voluntad de parlamentar que mostraba mi compañero de escuela. Y recién ahí noté
qué era lo que tenía atrapada su mirada. Escrito en el pizarrón con tiza
amarilla y letras grandes de imprenta, decía: “Funes se cagó”.
Me quedé mirando la frase durante un
segundo. Después volví a mirar a quien solía pasar desapercibido pero que hoy
se había hecho famoso por un desperfecto de su sistema digestivo-excretor.
Tenía la frente un poco transpirada, con
gotas pequeñas que traicionaban su nerviosismo. Su boca era un rictus
indescriptible, semiabierto, torcido. Y, sin embargo, firme. Algo de dignidad
había en esa cara, o por lo menos eso quiero recordar veinte años después.
Quise decirle algo más, pero no pude.
¿Qué podía murmurar para aliviar su situación? Me sentí compelido a hacer algo:
estar cagado en tu banco mientras toda la escuela desfila mofándose en tu jeta
no es algo que le desearía a nadie, ni ahora ni en ese momento.
Pero no se me ocurrió qué, la verdad.
Dudé un poco y al final le palmeé la
espalda, como diciéndole “¡Qué le vas a hacer!”. Y salí del aula, y del aura de
olor que me envolvía.
Instantes antes de que terminara el
recreo, Funes decidió pararse y salir, demostrando cierto genio táctico: la
muchedumbre no podía seguirlo con libertad porque tenía que comenzar a regresar
a sus respectivos salones. Desde el otro lado del patio interno lo observé
meterse en el baño. Después, yo también tuve que volver a clase.
Me encantaría decir que Funes superó el
incidente sin mucho más, pero mentiría. Durante el resto del tiempo que tuve
contacto con él, la mejor forma de joderlo era decirle, frente a cualquier
propuesta de la que él pretendiera ser parte, “Ojo no te termines cagando,
Negro”. Con tiempo, se lo terminó tomando con gracia. O resignándose. Que
muchas veces es lo mismo.
Lo último que supe de él era que se había
alistado en la Marina Mercante, y recorría el mundo. Y que no se veía con
ningún ex compañero o compañera de la secundaria. Hoy, si cierro los ojos, no
puedo ubicar su cara; se me mezcla con la de tanta gente que ha pasado por mi
vida. Pero si quiero refrescar mi memoria, mi nariz siempre me recuerda a Funes.
muy bien llevado el relato, de hecho me recuerda un poco a los relatos de Abelardo Castillo.
ResponderEliminarGracias. No creo haber leído nada de Castillo. Recommends?
EliminarAlso Sprach el Señor Nuñez, El marica, El que tiene Sed... Comprate los cuentos completos que editó Alfaguara. Alto escritor.
ResponderEliminarPor cierto, me esoty leyendo todo tu blog. Muy bueno.
¡Abrazo!
Gracias por las flores y la recomendación. Me agenciaré ese libro.
ResponderEliminarMe atrae mucho la cantidad de tópicos "marginalidad related" que trata tu blog, Lisandro.
ResponderEliminarCagarse en clase, ser colorado, un gato con bolas, tomar merca.
Creo que son los relatos que mejor te calzan como escritor.
No obstante, creo que los textos que nos permiten conocerte son aquellos que nos devuelven tu intimidad (A. y su abrazo a la almohada, por ejemplo).