miércoles, 22 de mayo de 2013

El cagón

Funes se había cagado.

Así de brutal y sucinto era el mensaje, que se difundía de la forma en la que se esparcen las noticias en una escuela: “Funes se cagó”. Al día de hoy no sabría explicarlo (y ya hace tiempo que dejé los recintos escolares), pero juro que una novedad así se expande por una escuela como por ósmosis. Nosotros todavía est lugar de la escuela? undo hab´ìletar la carencia de datos que rodeaban a la escueta declaraci antes.
ábamos en clase, no habíamos salido al recreo, no habíamos interactuado con nadie, y sin embargo ya estábamos anoticiados.

“Funes se cagó”, la clase de frase que puede perseguirte toda la vida, aún ya de adulto. La circunstancia que crea o destruye reputaciones en un secundario. Porque el día de mañana quizás sólo seas recordado por haberte cagado, y en la reunión de veinte años de egresados tengas que comerte los mismos chistes que te hicieron sufrir veinte años antes.

Afortunadamente para mis niveles juveniles de ansiedad, el timbre del recreo sonó pocos minutos después de que la información se filtrara al aula en la que tomaba clases mi división.

Me lancé por la puerta, dispuesto a completar la carencia de datos que rodeaban a la escueta declaración de que alguien se había cagado. ¿Cuándo había sido? ¿En qué circunstancias? ¿En qué lugar de la escuela? ¿Había salido corriendo?

Mientras intentaba recabar los datos, pensaba en Funes: un año mayor, aunque ya había repetido y cursaba segundo año como nosotros. Típico morocho argentino, renegrido, pelo lacio. Funes era “el Negro Funes”.

Vivía cerca de casa aunque no podría precisar dónde. Parecía provenir de una familia más bien humilde, de clase media baja. Yo tenía algo de trato con él, nos conocíamos del barrio y durante un tiempo compartimos club. No era mal tipo, Funes. Andaba por la vida con unos auriculares de walkman siempre puestos, pero sin walkman, cuando tener un aparato así era un símbolo de ostentación.

No era de meterse en peleas; su destino era más el ser abusado que el abusar. A veces contaba historias que a nosotros nos costaba creer, como que Carlitos Balá lo había saludado para un cumpleaños, o que su papá era marinero y por eso nunca lo íbamos a ver en un acto de la escuela.

Acercándome al aula donde cursaba Funes, noté un pequeño tumulto de escolares que pugnaban por ingresar, por lo que asumí que la estrella de la noticia estaría ahí dentro todavía, quizás incluso retenido por la propia masa humana que acudía a verlo.

Me abrí paso entre chicas con caras de asco y chicos que se rea hecho famoso por un desperfecto de su sistema digestivo-excretor.de escuela. Y recie los por ingresar, por lo que asumje queían. Fue más fácil de lo que pensé; había como un flujo de gente, una marea, que entraba, comprobaba la veracidad de lo que le habían contado y rompía para salir, como ya dije, riendo o asqueada. O con una combinación de ambas.

El aula era más bien chica y profunda, encasquetada entre dos más grandes que ocupaban las esquinas de un patio interno.  El pizarrón estaba justo en el otro extremo de donde se hallaba la puerta, que se abría al medio de dos filas de dos bancos de ancho. Funes, como alumno de regular tirando a flojo que era, se sentaba en uno de los últimos, contra la esquina izquierda, en donde intentaba ser invisible la mayor parte de la clase.

El salón estaba alborotado por la gente que circulaba, pero ahí estaba el Negro, sentado en su banco y con la vista pétrea, como si con los ojos intentara escribir algo en el pizarrón. Su cara era la única cara posible: resistía el impulso de soltar la bronca y vergüenza que le daba su situación, pero sólo a costa de un esfuerzo sobrehumano.

No sé qué impulso me hizo sentarme en el banco de al lado suyo y hablarle.

“¿Cómo estás?”, le pregunté.

No contestó. La poca distancia que nos separaba hizo dolorosamente patente que la información que circulaba era literal, no alguna clase de imagen que se refiriera a su cobardía o predisposición a las peleas. Sentado en sus jeans, con un buzo de color verde oscuro puesto, Funes empollaba un sorete de considerable calidad olfativa.

Seguí sus ojos con los míos, dada la poca voluntad de parlamentar que mostraba mi compañero de escuela. Y recién ahí noté qué era lo que tenía atrapada su mirada. Escrito en el pizarrón con tiza amarilla y letras grandes de imprenta, decía: “Funes se cagó”.a hecho famoso por un desperfecto de su sistema digestivo-excretor.de escuela. Y recie los por ingresar, por lo que asumje que

Me quedé mirando la frase durante un segundo. Después volví a mirar a quien solía pasar desapercibido pero que hoy se había hecho famoso por un desperfecto de su sistema digestivo-excretor.

Tenía la frente un poco transpirada, con gotas pequeñas que traicionaban su nerviosismo. Su boca era un rictus indescriptible, semiabierto, torcido. Y, sin embargo, firme. Algo de dignidad había en esa cara, o por lo menos eso quiero recordar veinte años después.

Quise decirle algo más, pero no pude. ¿Qué podía murmurar para aliviar su situación? Me sentí compelido a hacer algo: estar cagado en tu banco mientras toda la escuela desfila mofándose en tu jeta no es algo que le desearía a nadie, ni ahora ni en ese momento.

Pero no se me ocurrió qué, la verdad.

Dudé un poco y al final le palmeé la espalda, como diciéndole “¡Qué le vas a hacer!”. Y salí del aula, y del aura de olor que me envolvía.

Instantes antes de que terminara el recreo, Funes decidió pararse y salir, demostrando cierto genio táctico: la muchedumbre no podía seguirlo con libertad porque tenía que comenzar a regresar a sus respectivos salones. Desde el otro lado del patio interno lo observé meterse en el baño. Después, yo también tuve que volver a clase.

Me encantaría decir que Funes superó el incidente sin mucho más, pero mentiría. Durante el resto del tiempo que tuve contacto con él, la mejor forma de joderlo era decirle, frente a cualquier propuesta de la que él pretendiera ser parte, “Ojo no te termines cagando, Negro”. Con tiempo, se lo terminó tomando con gracia. O resignándose. Que muchas veces es lo mismo.


Lo último que supe de él era que se había alistado en la Marina Mercante, y recorría el mundo. Y que no se veía con ningún ex compañero o compañera de la secundaria. Hoy, si cierro los ojos, no puedo ubicar su cara; se me mezcla con la de tanta gente que ha pasado por mi vida. Pero si quiero refrescar mi memoria, mi nariz siempre me recuerda a Funes.

5 comentarios:

  1. muy bien llevado el relato, de hecho me recuerda un poco a los relatos de Abelardo Castillo.

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    1. Gracias. No creo haber leído nada de Castillo. Recommends?

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  2. Also Sprach el Señor Nuñez, El marica, El que tiene Sed... Comprate los cuentos completos que editó Alfaguara. Alto escritor.

    Por cierto, me esoty leyendo todo tu blog. Muy bueno.

    ¡Abrazo!

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  3. Gracias por las flores y la recomendación. Me agenciaré ese libro.

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  4. Me atrae mucho la cantidad de tópicos "marginalidad related" que trata tu blog, Lisandro.

    Cagarse en clase, ser colorado, un gato con bolas, tomar merca.

    Creo que son los relatos que mejor te calzan como escritor.

    No obstante, creo que los textos que nos permiten conocerte son aquellos que nos devuelven tu intimidad (A. y su abrazo a la almohada, por ejemplo).

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