miércoles, 11 de diciembre de 2013

La compra

Había comprado a un hombre en una subasta.

No lo había hecho solo. En realidad, la iniciativa ni siquiera había sido mía. No recuerdo si partió de T. o de Z., mis socios en la adquisición. En esa época hacíamos muchas cosas juntos; en particular, prestarnos pertenencias. Esto era sólo una extensión de nuestros juegos.

Nuestra adquisición era V., un puto cuarentón con mucha experiencia y bigotes estilo Village People. Estaba bien entrenado en las lides del servicio. A pesar de esto, no nos costó caro. A él, ya lo sabíamos, le había encantado ser comprado por tan poco.

Lo subimos del sótano donde lo habíamos obtenido. Queríamos que el resto de la concurrencia pudiera ver cómo nos entreteníamos con él. Nuestro objetivo era divertirnos humillándolo. El suyo también.

Lo tiramos al piso. Cayó de espaldas. Le puse un pie en el pecho, y dejé que considerable parte de mi peso cayera sobre él. Estaba desnudo salvo por un suspensorio negro, de cuero. Mi borcego, muy parecido a los que V. llevaba, dejó una huella sucia. Lo levanté apenas y lo reacomodé sobre su boca. Lo miré a los ojos. Una lengua ávida apareció y comenzó a lamer.

Mientras yo hac mi borcego del rostro ucio en la mano. Saquía esto, Z. le hizo flexionar las piernas. Después, comenzó a atárselas en esa posición usando cinta de embalar. Cuando estuvo bien asegurado, saqué mi borcego y T. tiró un trapo de piso sucio sobre la cara del puto.

Lo hicimos dar vuelta a patadas. No demasiado fuertes, pero los gemidos ahogados por el trapo nos marcaron que las sintió. Agarrándolo de los pelos de la nuca, lo fui llevando hacia los baños. Su movilidad estaba bastante reducida por tener que desplazarse sobre las rodillas. Alrededor nuestro ya se congregaba una pequeña multitud expectante.

Alguien nos abrió la puerta. Frente a nosotros había un pasillo iluminado con una bombita roja; el baño de mujeres se encontraba a la izquierda. Un par dejaron de retocarse el maquillaje para asomarse y ver qué era el tumulto. Entramos. T. iba delante de mí. Z., atrás. Cerraban la marcha los curiosos que querían ver hasta dónde llegaríamos.

El baño de hombres era más grande que el de mujeres; en realidad era una continuación del pasillo. Al fondo tenía un lavatorio, y a la derecha de éste un receso en el que había un mingitorio y una ducha. Antes, sin embargo, había una puerta lateral que daba a un excusado.

Ahí acomodé a V. El piso estaba húmedo, y tenía los firuletes negros de mugre semilíquida típicos de un piso muy transitado.

“Limpiá”, le ordené.

Se sacó el trapo de la boca y comenzó a frotar el piso con vigor. Mientras lo hacía, Z. le pegaba en el culo con algún implemento que ya no recuerdo. Una vara de fibra de vidrio, o una fusta, supongo. No hacía diferencia. V. era masoquista y disfrutaba de cualquier clase de dolor.

T. es un poco claustrofóbico, así que descargaba sobre nuestra compra parte de la violencia que le producía estar confinado. Reclinado sobre el lavatorio, le gritaba indicaciones con sorna, mofándose.

El pasillo estrecho estaba repleto de gente. Algunos, con bebidas en sus manos, se reían entre trago y trago. Entre el grupo estaban A., la entonces dueña de nuestro puto limpiador, y B., la chica que no besaba.

Mientras el puto pasaba a frotar los lados del inodoro comencé a aburrirme. Necesitaba más violencia. V. siempre me dio ganas de bajarle algún diente. Miré alrededor mío, buscando algún elemento que me inspirara. Mis ojos se detuvieron sobre una sopapa que había bajo el lavatorio, de mango largo. Le hice señas a T. para que me la alcanzara.

T. me la dio, dubitativo. Veía mis intenciones. Me comentó por lo bajo: “¿Te parece?”.

Yo estaba in the zone. Todo me importaba tres carajos. Pero las palabras de mi amigo me hicieron pausar un segundo y repensar mi estrategia.

Llamé la atención de B. pegándole un cachetazo. Siempre, por supuesto, cuidando sus anteojos.

“Bajá y pedile el strapon a k. Ponetelo y volvé”.

Una sonrisita perversa afloró a los labios de la chica que no besaba. Corrió a cumplir mi orden. Mientras esperábamos, dejé espacio para que Z. se ensañara más con las nalgas castigadas de V. Con cada golpe, el puto gemía de puro gusto.

A los pocos minutos reapareció B. El grupo de espectadores se abrió como las aguas del Mar Muerto ante la enorme pija de silicona roja que colgaba de la entrepierna de ella. Ya le había enfundado un forro. Estaba lista.

B. apenas escupió sus dedos y mojó el ano del puto. Segundos después, hundió el falo colorado hasta el fondo. Comenzó a moverse rítmicamente mientras sujetaba la cintura de V., que comenzó a gritar con placer creciente. Mientras, seguí limpiando.

T., Z. y yo dimos un paso atrás y nos contentamos con observar y dar indicaciones por unos minutos. Pero no era nuestra intención dejar que este puto acabara. La finalidad era nuestro placer, no el suyo. Así que mientras B. seguía cinturongueando, nos enfundamos sendos forros.

No íbamos a acabar, eso era seguro. Un puto viejo no nos alcanzaba. Pero queríamos que nos mamara juntos, como algunas otras ya lo habían hecho. B., por ejemplo. La empujé con el pie para indicarle que se saliera de V.

Al mismo tiempo, Z. lo tomó de los pelos, lo hizo voltearse y le ordenó:

“Chupá, putito”.

Con un hermoso entusiasmo, comenzó a tragar. Una pija; otra; otra. Nuestros espectadores aplaudieron. Estuvimos así poco tiempo porque a ninguno de los tres nos gustaban los forros.

Nos acercábamos al gran final. Con T. y Z. habíamos charlado antes lo que queríamos hacer: una gran meada sobre el puto. Sabíamos que él disfrutaría al máximo esa humillación. Y nosotros también. Pero había algunas dudas con respecto a las reglas del lugar donde estábamos sesionando. Las “lluvias doradas”, eufemismo horroroso, estaban prohibidas.

Pregunté en voz alta:

“¿Meamos al puto?”.

Durante un segundo consideramos cagarnos en la directiva. Sin embargo, dado el vínculo que teníamos con los dueños del local, nos inclinamos por no hacerlo. Habíamos llegado a un límite que no queríamos traspasar. Al día de hoy me arrepiento.

Con esa decisión no hablada, el juego terminó. Y justo a tiempo.

En ese momento, nos avisaron que nuestra media hora había finalizado. Le devolvimos el puto a su dueña, que sonrió complacida, y nos fuimos a la barra a tomar algo fresco. Necesitábamos descansar; a continuación teníamos agendada a m., una putita ultramasoca a la que íbamos a castigar entre Z. y yo.


Pero esa es otra historia.

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