Me sacaron la piel y me siento en carne
viva.
Me desollaron, me pelaron, me ultimaron
sin matarme. Cómo esta masa sangrante se mueve es una
incógnita hasta para mí. Esqueleto de harapos rojos soy. Un guante dado vuelta
que expone al aire sus venas pulsantes.
La carne viva me impide descansar, me
duele al respirar, me hace llorar. Una torsión mínima es la agonía más
exquisita, el dolor más perdurable, miles de pinchazos que en su individualidad
no serían mucho pero que hacen un conjunto insoportable.
Exudo un liquido ambarino, transparente,
con alguna gota carmesí de vez en cuando, como para darle color y romper la
uniformidad. Miel rojiza de mi panal interminable, sin abejas pero zumbante.
Todo mi cuerpo es una cicatriz expuesta.
No huelo, no veo, no escucho, no saboreo: el tacto es lo único que me queda, y
el sentido que le gana en fuerza a todos lo demás. Así, voy tropezando, queriendo
encontrar un camino, esquivando cada superficie dura, cada arista que pueda
rozar mi tegumento impresionable, con éxito variable.
Cuando sí puedo dormir, agotado de
sensación, sueño con que vuelvo a tener esa piel. Galopo en un viento que me
acaricia con finos dedos invernales. Soy feliz de nuevo, entero, contenido. Hay
cuero una vez más.
Me dicen que me vende; que no me exponga
a los elementos. Pero me niego: si quiero aprender, si quiero crecer, tendré
que sobrellevar esta desnudez tan íntima frente al Universo hostil. Sólo así,
dejando huellas rojas tras de mí, sin parar de correr y mutar, aprovechando que
los confines de mi ser han sido eliminados por una mano amada, un día tendré mi
piel nueva.