miércoles, 23 de octubre de 2013

Luna de piel

Conforme uno avanzaba por su espalda, una luna se asomaba donde la curva del culo (amplio, carnoso) tocaba su cénit y comenzaba a descender.

Según cómo me ubicara, el satélite de sus nalgas se presentaba lleno o en cuarto creciente; en muy pocas ocasiones lo había observado menguante. Cuando esto había sucedido era por culpa de la lluvia; y a veces era yo el causante de ese derrame hídrico.

La Selene cárnica tenía, siempre caminando desde la nuca, una breve constelación de estrellas; pequeños puntos, no blancos, si no de un color chocolatado. Una Vía Láctea en negativo que guiaba el camino hasta la blancura anhelada.

Cuando la vi por primera vez, me imaginé miembro del Club de Armas de Baltimore, lanzado al espacio en una bala gigante, con el objetivo de orbitar el cuerpo celeste que era encarnación de mis deseos profundos.

Me dispuse a conquistarla, convertirme en el primer hombre en pisar su suelo compacto. Ser el Armstrong que dejaría una huella que ningún viento podría borrar, porque no habría vientos.


Y tras mucho trabajo, de acercamientos en paralelo y cálculos matemáticos, un día la Luna se alzó frente a mis ojos. Frente a mi cara, mi boca. La recorrí y confirmé mis sospechas: su sabor no era a queso, si no a limón. A limón, y a mujer.

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