Conforme uno avanzaba por su espalda, una
luna se asomaba donde la curva del culo (amplio, carnoso) tocaba su cénit y
comenzaba a descender.
Según cómo me ubicara, el satélite de sus
nalgas se presentaba lleno o en cuarto creciente; en muy pocas ocasiones lo
había observado menguante. Cuando esto había sucedido era por culpa de la
lluvia; y a veces era yo el causante de ese derrame hídrico.
La Selene cárnica tenía, siempre
caminando desde la nuca, una breve constelación de estrellas; pequeños puntos,
no blancos, si no de un color chocolatado. Una Vía Láctea en negativo que
guiaba el camino hasta la blancura anhelada.
Cuando la vi por primera vez, me imaginé miembro
del Club de Armas de Baltimore, lanzado al espacio en una bala gigante, con el
objetivo de orbitar el cuerpo celeste que era encarnación de mis deseos
profundos.
Me dispuse a conquistarla, convertirme en
el primer hombre en pisar su suelo compacto. Ser el Armstrong que dejaría una
huella que ningún viento podría borrar, porque no habría vientos.
Y tras mucho trabajo, de acercamientos en paralelo y cálculos matemáticos, un día la Luna se
alzó frente a mis ojos. Frente a mi cara, mi boca. La recorrí y confirmé mis
sospechas: su sabor no era a queso, si no a limón. A limón, y a mujer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario