Sin duda el vino está ligado a mi
historia: España, Italia y el sur de Francia me atraviesan; el Mediterráneo me
constituye.
Desde el abuelo Jesús, que a mis 10 u 11
años ya quería hacerme tomar un poco de tinto berreta con soda en el almuerzo,
hasta mi primera borrachera, de sangría, un mediodía familiar que terminé durmiendo
en el auto de mi padre mientras almorzábamos en un restorán gallego. Del
Nápoles de una bisabuela camorrista al País Vasco francés que me hizo pelirrojo
corre la pulsión carmesí.
Tengo una frase que uso para declarar mi
amor por los helenos clásicos (esos de la mitología): “Los griegos eran tan
grossos que le inventaron un dios al vino”. No creo que sea una frase inspiradísima,
ojo. Hold your horses. La declaración expresa a qué nivel de
sofisticación/decadencia me parece que llega una civilización que le inventó
una deidad patrona a la vid y su fruto (que no su fruta).
Sí, hay otras bebidas alcohólicas que me
gustan. Ya he dejado constancia de mi amor por el bourbon, una bebida tan preñada
de un imaginario que uno casi podría en ella el ahumado, la turba y las bolas
del destilador.
Pero no hay ningún etilo comparable al
vino en el aspecto social, comunitario, relacional. El whisky es la bebida para
tomar solo por excelencia, quizás mientras se escucha algo de Dino, Ella, Coltrane
o (si estás melanco) Chet.
En contraposición, juntarse a comer “y
tomar unos vinos” es el cimiento de cualquier afecto duradero, particularmente
los amistosos. El vino une a la gente.
No puede ser es casual que las primeras
codificaciones de uno de los artes más primigenios de la Humanidad, el teatro,
haya estado intrínsecamente ligada al dios de la uva. Durante las Dionisya, las
fiestas originales que luego los romanos transformaron en las Bacchanalia, se
celebraba el cultivo de la vid. Tenían lugar durante el solsticio de invierno,
el punto a partir del cual la estación fría comienza a alejarse.
Era, por supuesto, una fiesta comunal.
Además de desfiles y competencias de danza se hacían obras de teatro. El sol y
el vino reaparecían y traían arte consigo.
Y así quedó ligada indisolublemente la
vid a lo colectivo: para festejar su fruto, la gente se unía a divertirse, comer,
beber y expresarse con su cuerpo. ¿Qué mejor pasado se le puede pedir a una
bebida espirituosa que, justamente, tener tanto espíritu?
Espíritu mismo que me mueve a escribir
esta elegía al mismo tiempo que tengo enfrente una copa que la inspiración momentánea
de este texto todavía no me ha dejado besar. Algo que solucionaré ipso facto:
salud, salute y santé. A beber y a vivir.
salú!
ResponderEliminarlevanto mi copa!!!!
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