lunes, 4 de febrero de 2013

Atrapado


Iba a ver una película con L. en el cine América, uno de los tantos que ya no existen, ahora reconvertido en estacionamiento subterráneo. No recuerdo que peli era. Sí recuerdo a L., una de muchas amigas a las que le tuve ganas y con la que nunca concreté al 100%. Hubo escarceos pero nunca guerra declarada. Pongamos que fue mi Vietnam: una larga, cruenta y, en definitiva, inútil serie de batallas de las que tuve que terminar retirándome fatigado.


No era una “salida”, aunque mi cabecita siempre elucubraba sobre posibles bifurcaciones que me llevaran a tenerla desnuda en mi cama. Pero sí éramos nosotros dos solos.

O eso pensaba yo.

Cuando llegué al cine, descubrí que a L. la acompañaba una amiga, C., y que yo estaba a punto de ser víctima de un clásico cambiazo. “The old switcheroo”, diría George Costanza.

C. me conocía (explicó L.) de un legendario cumpleaños mío de cuando yo tenía plata y la gastaba a troche y moche. Parece ser que C. tenía debilidad por los pelirrojos, y le habían gustado particularmente mis chapas del momento. Y me había marcado para la muerte. La pequeña muerte.

Hablando de pequeñeces, era pequeñita, C. De tamaño, no de años. Edad tenía la misma que nosotros. Menuda, no demasiado curvilínea. Su característica más atractiva eran unos ojazos levantinos que, enmarcados por su pelo negrísimo, hacían evidente su origen árabe.

Me tenía tantas ganas que no le molestó ser usada como escudo deflector por su amiga. Y yo masqué mi bronca y vi la película con ellas. No recuerdo si después fuimos a tomar algo o no.

Sí recuerdo que a los pocos días me encontré con C. para coger. No estaba explicitado pero era la culminación esperada por ambos del ritual de salir “a tomar algo”. Fuimos a mi casa porque ella todavía vivía con la madre, una señora siria igual a la hija pero con pelo oxigenado.

Después de comerme su concha un rato (y su concha sí que me resultaba atractiva, estéticamente, más que todo el conjunto), quise ejercer la reciprocidad. Se resistió un poco.

“Pero si te la chupo ahora no nos va a quedar nada para hacer cuando cojamos otra vez”, me dijo.

Yo, quizá, fui cruel. “Si no me la chupás, no va a haber otra vez”. La honestidad es mi punto débil.

Me la chupó.

El sexo no estuvo mal. Tampoco estuvo excelente. Fue más una cuestión biológico-mecánica que el garche que me gusta (hoy por lo menos lo tengo claro esto): algo conectivo, intenso, vinculante con el Universo y con la otra persona.

Volvimos a vernos un par de veces más, y dejé de llamarla. Simplemente no había clic entre nosotros. Y me ponía muy loco que ella no entendiera la multiplicidad de palabras en inglés que yo usaba constantemente, sumergido como estaba en un mundo de Spanglish perpetuo. Ella hablaba francés, y ya sabemos lo que opino al respecto. Digamos que soy borgiano.

Pasó un a a un sotado dormcolchma. C. estaba feliz: era la primera vez que vivacucho y Santa Fe.enerla desnuda en mi cama.año.

Viajando en bondi la vi parada en Ayacucho y Santa Fe. Justo cuando doblaba la esquina me asomé a mi ventanilla y la llamé. Intercambiamos pocas palabras, ayudados por un tránsito denso. Le dije que la iba a llamar, si tenía el mismo teléfono.

Al día siguiente marqué. Hacía demasiado tiempo que no la ponía, y la seguridad de hacerlo fue más fuerte que el recuerdo de lo insatisfactorios que habían resultado nuestros encuentros previos.

Fuimos a cenar. Me gustaría decir que fue comida árabe, pero no sé. De todos modos, volvió a ser un trámite pre coital, tan sólo.

Esta vez fuimos a su casa nueva. Se había mudado hacía cosa de un mes.

El departamento era de un ambiente, y estaba bastante abarrotado, sobre todo de los materiales pictóricos de C., que no tenía mala mano ni mal ojo. Un baño chico y una cocina aún más completaban el panorama. C. estaba feliz: era la primera vez que vivía sola. Bueno, sola no: su gata era dueña de la mitad de todo.

Nos tiramos en el colchón de una plaza que estaba en el piso y sobre el que dormía. Mientras hablábamos (cada vez menos) y nos besábamos (cada vez más), la felina rondaba y rondaba. De vez en cuando intentaba meterse en el medio, pero la sacábamos carpiendo.

Dejamos de hablar del todo y nos desnudamos. El colchón era muy chico para la actividad a realizar, y además se deslizaba sobre el parquet, non stop. Así fue que terminamos en la postura del misionero, que era la que menos agitaba el bote.

Yo ya estaba dale que te dale cuando la gata decidió usar mis huevos como punching ball. De forma artera sentí como unas garritas tocaban los receptáculos de gametogénesis que la Naturaleza ha decidido deben estar siempre expuestos, sin importar su fragilidad ni su importancia en la perpetuación de la especie. Fuck you Mother Nature!

El contacto de esa pequeña y peluda émula de Mohammed Alí me hizo saltar. Creo que es comprensible. C. se desenganchó y la llevó al baño, donde la encerró.

Retomamos lo nuestro.

Rato después, ya satisfecha (digamos) la carnalidad, me dio a entender que yo debía quedarme a dormir con ella en su minúsculo colchón. La culpa de mi comportamiento hacia ella el año anterior me hizo no poder negarme. Así, intentamos conciliar el sueño en ese reducido espacio de goma espuma.

Ella se durmió enseguida. Yo no.

Tengo problemas de sueño. Sufro de insomnio. Soy un maniático: me gusta dormir en mi cama, con mis almohadas. En mi cama, que es bien grande.

Di vueltas y vueltas. Traté de auto hipnotizarme para poder dormir, pero las contorsiones a las que me obligaba el maldito colchoncito se burlaban de mis esfuerzos.

Cuando ya eran como las dos de la mañana, y frente a la placidez del sueño de C., tomé una decisión.

Me levanté despacio, haciendo el menor ruido posible. Agarré mi ropa y demases.

Salí al palier y cerré la puerta de su casa muy, muy silenciosamente. Apoyé mis cosas en la escalera y me vestí, sin prisa pero sin pausa. Temía que C. se despertara y se asomara para ver a dónde había ido, y temía tener que explicarle.

Cuando estuve vestido y comencé a bajar la escalera, solté un suspiro de alivio. El crimen perfecto.

Llegué a la planta baja y me dirigí a la puerta de calle. Era una de esas puertas de vidrio que dejaban ver todo. Nunca me gustaron esas puertas. Me suenan a invitación voyeur para que cualquiera que pase por la calle mire el interior del edificio.

Faltando veinte metros para el disco, estaba exultante. Mi salida  era redonda. Ya sentía sonar la musiquita de “El Gran Escape” en mi cabeza, mientras me veía como un Steve McQueen del sur.

Tomé el picaporte, lo bajé, y tiré-

Nada.

Aún habiendo ya comprendido el problema, insistí. ¡Me parecía tan injusto! ¡Oh, dioses del Olimpo! ¿Porqué me defenestráis de esta forma?

Nada.

La puerta estaba cerrada con llave.

Después de unos silenciosos segundos dedicados a putear al que inventó el sistema de cerradura automática de puertas, me dispuse a esperar. Era viernes. Aunque la hora fuera un poco intempestiva, no parecía improbable que alguien saliera o entrara, y me liberara de aquella prisión de cristal.

Pasó media hora. Nadie entró. O salió. Tampoco se materializó de la nada como para liberarme. Mis fuertes deseos de teleportarme espontáneamente del lado de afuera no contribuyeron a que eso sucediera.

De a poco, intentando superar el panic attack, me hice cargo de lo que iba a tener que hacer. A la mierda el subterfugio. A la mierda la caballerosidad mal entendida de desvanecerme entre las sombras del sueño.

Ya resignado, me subí al ascensor. Hacer ruido era lo que menos me preocupaba. Lo que tenía en mente era cómo pasar el trance que se avecinaba de la forma más rápida posible.

Volví al departamento de C. Al principio, golpeé despacio la puerta, con timidez. Cuando no obtuve respuesta (¿cuán profundo podía dormir esta chica?), me puse más insistente.

Al final, y luego de que mis golpeteos ya amenazaran con despertar a todo el piso menos a la siria durmiente, C. abrió.

Decir que no entendía un carajo lo que estaba pasando sería the understatement of the ages. Parpadeó, intentando procesar qué ocurría. Rápido, antes de que ella pudiera pensar en qué mierda era este tipo que acababa de garchársela y pretendía desaparecer, me puse a hablar.

“No puedo dormir”, le dije. “Si no es en mi cama, no puedo dormir. Sorry, pero la verdad es que me tengo que ir. Mil disculpas, pero si no, no voy a dormir nada, y mañana tengo cosas que hacer. Estabas durmiendo tan tranquila que no quise despertarte. ¿Me bajarías a abrir?”.

Algo más debo haber dicho, intentando apabullarla con un tsunami de palabras que no la dejaran pensar.

“Sí, ya bajo, perá que me pongo algo”.

Se enfundó en una bata rosa y buscó las llaves. No pareció importarle que la vieran salir en bata de su departamento para abrirle la puerta de calle a un tipo.

Bajamos en el ascensor, probablemente los treinta segundos más largos de mi vida. En silencio, rezaba para que no se le ocurriera hacerme ninguna pregunta. Porque respuestas no tenía. O por lo menos, no tenía respuestas que no me hicieran quedar como un garca hijo de puta. Y a nadie le gusta verse como un garca hijo de puta.

Llegamos a planta baja sin romper el silencio. Le abrí la puerta del ascensor. La dejé abierta, como para que no tuviera que demorarse tres segundos más en volver a subir.

C. insertó la llave en la cerradura de mi libertad. La giró, pero no abrió la puerta.

“Chau”, dijo en voz baja. Y se acercó para el beso de despedida.

Hice de tripas corazón y le di un pico.

“Te llamo”, mentí. Ella supo que mentía. Yo supe que ella sabía. Pero ninguno denunció la farsa.

Y escapé a la libertad.

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