En el
momento en que se bajó del taxi se dio cuenta de lo que pensaba el conductor de
ella. Quizá fue la forma en la que aceptó la propina. Quizá fue la manera de
decirle “llegamos”, como asumiendo que ella no sabía a dónde iba. Quizá las
miradas furtivas que, durante el trayecto, le dirigía por el espejo retrovisor.
Se vio
a través de los ojos del taxista. Una mujer vestida, ni demasiado exagerada ni
demasiado poco. Una mujer que olía a limpia, no a perfume; con el cabello
fragante, recién lavado. Una mujer lista para algo.
El
juicio del hombre no le importó. Que pensara lo que quisiera; jamás podría
acercarse siquiera a entender porqué ella estaba ahora frente a ese edificio.
No podría, porque a ella misma le había costado dar el paso.
Mientras
el auto se iba y ella respiraba hondo, pensó en el camino que había recorrido
para llegar a ese momento de aceptación. La lucha interna, la tensión entre el
deseo y el orgullo, entre el deber y el querer, entre el ser y el no ser. Allí
radicaba el dilema: en la contradicción que no era.
La
contradicción de la aceptación de la negación.
Se
acordó de respirar, y de que hacía quizá cinco minutos que estaba parada sin
haber subido a la vereda, mirando hipnotizada las puertas de vidrio de ese
edificio que, de repente, se le antojaba su Ítaca, el lugar al que había
querido llegarvolver desde hacía tiempo.
Tocó el
timbre, y esperó. Pasaron dos momentos sin que nadie le contestara. Estuvo
tentada a tocar de nuevo, pero decidió esperar. No quería que su ansiedad la
traicionase. Quería presentar su mejor cara, la plácida, la entregada al
presente, y el apuro era lo contrario de eso.
Cuando
su fuerza estaba flaqueando, vio venir a otra mujer desde el fondo del largo
pasillo de la planta baja. Sin querer se le escapó un suspiro de alivio,
imperceptible.
La
mujer caminaba hacia ella con pasos no lentos, pero sí deliberados. Como si
estuviera calculando dónde poner cada pie. Llegó frente a ella. Sólo las
separaba la puerta de cristal. Antes de abrirla unos ojos verdemiel la observaron,
evaluándola. La aprobación se hizo evidente con el franqueo de la entrada.
Ella
dio tres pasos adentro, y la otra mujer cerró la puerta tras ella,
acompañándola para que no hiciera ruido. Ella se dio vuelta para saludarla pero
antes de que pudiera hablar, la otra mujer la besó en la boca.
Fue un
beso volcánico y torrencial, un beso de muchas promesas. Ella se dejó llevar a
los lugares que esa boca le proponía, en un viaje galáctico sin culpas.
Cuando
la otra mujer dejó de besarla, la miró a los ojos. Le dijo:
-Esto
me lo ordenó Él. Pero fue una orden fácil de cumplir.
Y le
sonrió con una sonrisa que borró todos los temores que ella tenía. Había
llegado. Estaba en casa.
Caminaron
el pasillo interminable tomadas de la mano, sin hablar más.
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