Me contaron que Fidel es el cuarto retoño de un viejo comunista
(al que me antojo español, quiz
ás por el
recuerdo del abuelo Jesús) que, hijo tras hijo, no lograba vencer la
resistencia de su esposa para ponerle a uno el nombre de su máximo héroe rojo.
La señora se negaba no por caprichosa, si no porque el viejo
comunista en cuestión portaba “Castro” de apellido, y ella temía las burlas o
(no olvidar los tiempos de plomo que hemos sabido vivir en estos lares) alguna
otra represalia mucho más violenta.
Entonces, cual espartano en las Termópilas, la mujer
resistía. Pudo hacerlo una, dos, tres veces. Pero ante el arrollador avance de
Xerxes Castro que, a la voz de “¡Es mi cuarto hijo y lo voy a llamar como se me
cante!”, enarbolaba la bandera roja, amarilla y púrpura, sucumbió. Antes de
rendirse, empero, ganó una concesión, que en su mente quizá alivianaba la cosa,
pero que hoy sólo muestra remarca rotundamente su fracaso.
Y el hijo se llamó Guillermo Fidel Castro.
Ese niño creció, cosa inevitable. Perdió el pelo pero
cultivó un mostacho de respetables proporciones. Hoy, es mi carnicero. Y todos
le dicen “Pelado”.
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