Tengo un Glenlivet en mi biblioteca, al que de a poco voy
asesinando.
Siempre disfruté el whisky, aunque cuando el abuelo Jesús
intentaba darme de probar, a los 13 años, no lo hubiera adivinado. Ese brebaje
espantoso que el valenciano bebía con deleite me resultaba… bueno, espantoso.
Deleznable. Cerval. Nada más lejos en mi mente, ávida de experiencias adultas,
que tomar eso.
Años después, ya habiendo atravesado ese umbral de la
hombría que requiere aprender a tomar whisky gracias a una oportuna botellita
de Chivas Regal cortesía de una función privada de James Bond (I kid you not),
reconocí la razón por la cual el líquido amarillento que el Pater Familias
tomaba ritualmente antes de cada cena me era insoportable: de whisky ten
ía sólo el nombre en la etiqueta. "El Elegido de los Criadores”,
decía la descarada. Y una olisqueada me confirmaba que esos bovinos de ojos
vacuos que me observaban desde la etiqueta debían ser, sin dudas, quienes
producían el líquido infernal, reemplazando mentalmente la palabra “Elegido”
por “Orín”. O “Meo”. En esa época todavía no tenía la
sofisticación de ahora.
Otro derroche de originalidad, este texto. Alguien que le
escribe al whisky, mientras lo bebe. Pero el mito del scotch, la leyenda, es
fuerte. ¿Qué otro alcohol tiene tanta mística? ¿El vino? Lejos estoy de querer
denigrar la fruta de Baco, pero no me jodas. Para sublimez, el whisky. Para
inspiración literaria. Para charlar con un amigo. Para llorar solo.
A esto me veo reducido, entonces: a alguien que tipea temas tópicos
tópicamente. De un abuelo heredé el don de la palabra, pareciera. Del otro, el
gusto por la malta. ¿A quién le debo más?
Ah, pero no le soy absolutamente fiel a ese cereal, no. Como
en la vida amorosa, debo hacer un mix-n-match que me mantenga contento, y por
eso acudo al maíz y a su mejor hijo, el bourbon.
Sí, Glenlivet, te he sido infiel como a tantas. Y con otro
hombre. Jack.
Mientras te amasijo de a cortos tragos, esa intimidad
homicida no me impide excitarme frente a la idea de un Gentleman J. Neat, sin
rocas, puro calor destilado que quema la garganta y no se detiene en mi estómago
sino en mi entrepierna.
Pero créeme esto, que digo desde el fondo de mi hígado: cuando
mueras, Glenlivet, serás extrañado. Aunque más no sea, por un corto tiempo.
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