Casi lo último que recuerdo es que iba
manejando yo. La ruta parecía despejada. De vez en cuando pasábamos algún
mojón, al que yo le prestaba atención para saber por dónde íbamos y no perder
las referencias de nuestra ubicación. De un lado había árboles; del otro, una
inmensidad verdiblanca.
Se sucedían las habituales discusiones
sobre la velocidad. Para mí íbamos muy despacio; para ella, muy rápido. Sí
coincidíamos en esto: ninguno de los dos estaba satisfecho. Pero yo era siempre
quien conducía; a pesar de sus protestas, ella ni siquiera había aprendido a
manejar. Decía que algún día lo iba a hacer, pero ese día nunca llegaba.
No sabría decir con exactitud contra qué
colisionamos. Sí que fue algo inesperado. Confiados, estábamos enfrascados en
nuestros propios asuntos, uno al lado del otro pero separados por los
pensamientos en los que estábamos ensimismados.
En ese instante el mundo, que afuera
parecía una gran mancha, se ralentizó. Vi la ruta con una claridad holmesiana:
cada grano de asfalto; cada salpicadura de la pintura señalizadora, ahí donde
la mano trazante no había sido prolija; cada destello reflejado en el ojo de
gato que teníamos enfrente y que ahora, a esta misma velocidad infinitesimal,
comenzaba un arco que se desplazaba hacia mi izquierda para después estar por
encima mío según el auto derrapaba y giraba sobre sí mismo.
Con la tranquilidad que sólo puede dar la
certeza de la muerte, volteé la cabeza a mi derecha, para verla.
Sus ojos estaban fijos en la ruta. Nunca los
vi tan abiertos. La boca era una mueca paródica de alguna pintura famosa que en
ese momento no pude recordar. Su pelo flotaba en ondas, y comenzaba a formar un
halo alrededor de su cabeza, ingrávido.
Debe haber percibido que la estaba
observando, porque se volvió hacia mí. Sus estrellas verdes se clavaron en mí.
Nos miramos un instante eterno. Su mano avanzó hacia la mía mientras afuera el
maelstrom nos tragaba. Me agarró, y apretó fuerte. Su piel estaba caliente,
pero el contacto me tranquilizó. Respiramos al unísono, preparándonos para el
final.
Negro.
Cuando desperté, ella me miraba, aunque
esta vez desde el otro lado. Me dolía todo el cuerpo y no podía moverme. Antes
de fijarme en cómo estaba yo, pude ver el espejo que era ella: con la cabeza
vendada, y ambos brazos y piernas enyesadas.
Quise hablarle, pero no pude. Yo, quien
siempre confió en los verbos, tenía la mandíbula rota y alambrada; el accidente
me había dejado mudo. Terco, emití alguna clase de sonido. Su voz tenía una
cualidad un poco distante cuando me dijo que no me moviera. Me sonrió.
Como si hubiera estado esperando mi
despertar entró una enfermera. No podría recordar exactamente qué dijo, pero el
resumen era que habíamos sobrevivido de milagro, que nos habíamos roto las
extremidades en varios puntos, y que por delante teníamos una difícil tarea de
rehabilitación. Me dio un poco de agua usando una pajita; mi garganta, seca, se
lo agradeció. Antes de irse me aconsejó que intentara descansar y dormir. Vana
tarea.
Nos volvimos a mirar a los ojos, en un
silencio lleno de palabras que salvaba la distancia que separaba nuestras camas.
Y supimos que con trabajo, paciencia y dedicación, íbamos a volver a caminar.
Juntos.
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