miércoles, 2 de julio de 2014

El choque

Casi lo último que recuerdo es que iba manejando yo. La ruta parecía despejada. De vez en cuando pasábamos algún mojón, al que yo le prestaba atención para saber por dónde íbamos y no perder las referencias de nuestra ubicación. De un lado había árboles; del otro, una inmensidad verdiblanca.

Se sucedían las habituales discusiones sobre la velocidad. Para mí íbamos muy despacio; para ella, muy rápido. Sí coincidíamos en esto: ninguno de los dos estaba satisfecho. Pero yo era siempre quien conducía; a pesar de sus protestas, ella ni siquiera había aprendido a manejar. Decía que algún día lo iba a hacer, pero ese día nunca llegaba.

No sabría decir con exactitud contra qué colisionamos. Sí que fue algo inesperado. Confiados, estábamos enfrascados en nuestros propios asuntos, uno al lado del otro pero separados por los pensamientos en los que estábamos ensimismados.

En ese instante el mundo, que afuera parecía una gran mancha, se ralentizó. Vi la ruta con una claridad holmesiana: cada grano de asfalto; cada salpicadura de la pintura señalizadora, ahí donde la mano trazante no había sido prolija; cada destello reflejado en el ojo de gato que teníamos enfrente y que ahora, a esta misma velocidad infinitesimal, comenzaba un arco que se desplazaba hacia mi izquierda para después estar por encima mío según el auto derrapaba y giraba sobre sí mismo.

Con la tranquilidad que sólo puede dar la certeza de la muerte, volteé la cabeza a mi derecha, para verla.

Sus ojos estaban fijos en la ruta. Nunca los vi tan abiertos. La boca era una mueca paródica de alguna pintura famosa que en ese momento no pude recordar. Su pelo flotaba en ondas, y comenzaba a formar un halo alrededor de su cabeza, ingrávido.

Debe haber percibido que la estaba observando, porque se volvió hacia mí. Sus estrellas verdes se clavaron en mí. Nos miramos un instante eterno. Su mano avanzó hacia la mía mientras afuera el maelstrom nos tragaba. Me agarró, y apretó fuerte. Su piel estaba caliente, pero el contacto me tranquilizó. Respiramos al unísono, preparándonos para el final.

Negro.

Cuando desperté, ella me miraba, aunque esta vez desde el otro lado. Me dolía todo el cuerpo y no podía moverme. Antes de fijarme en cómo estaba yo, pude ver el espejo que era ella: con la cabeza vendada, y ambos brazos y piernas enyesadas.

Quise hablarle, pero no pude. Yo, quien siempre confió en los verbos, tenía la mandíbula rota y alambrada; el accidente me había dejado mudo. Terco, emití alguna clase de sonido. Su voz tenía una cualidad un poco distante cuando me dijo que no me moviera. Me sonrió.

Como si hubiera estado esperando mi despertar entró una enfermera. No podría recordar exactamente qué dijo, pero el resumen era que habíamos sobrevivido de milagro, que nos habíamos roto las extremidades en varios puntos, y que por delante teníamos una difícil tarea de rehabilitación. Me dio un poco de agua usando una pajita; mi garganta, seca, se lo agradeció. Antes de irse me aconsejó que intentara descansar y dormir. Vana tarea.


Nos volvimos a mirar a los ojos, en un silencio lleno de palabras que salvaba la distancia que separaba nuestras camas. Y supimos que con trabajo, paciencia y dedicación, íbamos a volver a caminar. Juntos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario