Había pilas. Montones. Cúmulos. Aglomeraciones,
conjuntos, montículos, arsenales, acervos de palabras.
Y ninguna significaba nada. Ni una sola
de ellas expresaba una verdad profunda. Las sílabas carecían de significado,
porque la boca que las modulaba no inyectaba honestidad en su expresión.
¿Porqué? Quién podría decirlo.
El deseo estaba. O eso creí, durante un
tiempo que ahora se me antoja extenso. Pero la manifestación de cambio se
limitaba a eso: a la verbalización de un deseo, no a su hechura. Parecía que en
éste, su momento de petrificación, lo único que podía moverse era su boca. A la
palabra no la seguía ninguna acción. Puro aire.
La soledad de los sonidos que dejaba caer
por su orificio frontal era arrolladora. Romper el silencio para decir nada.
Infligir castigo sobre la blanda pìel de un suspiro. Batir un tambor sin cuero.
Pero antes del choque, antes de la
colisión final, me sorprende. Vira con fuerza. Reaparece una convicción que
parecía muerta. Sin llanto, sin furia, encuentra el camino. Un camino. Que ya
es algo.
No siempre quien busca encuentra, me digo
mientras presencio la mutación, un acomodamiento. La montonera se desarticula;
etérea, huye al aire y en su lugar reaparece la promesa.
¿Porqué? Quién podría decirlo. Yo no.
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