Quizá la última vez que lo vi tuve un
presentimiento. Un pequeño sacudón cuando terminaba cada frase. Un ligero
temblor en la barbilla. Un leve castañeteo de los dientes.
Sí, quizás la última vez que lo vi estaba
tratando de decirme algo. Quizás quería convencerme de hacer lo correcto. Sabía
de mis dudas y temores. Y, sin embargo, nunca dijo nada. Nunca puso las cosas
en claro, blanco sobre negro. No creo que lo hubiera hecho, aún si hubiera
tenido más tiempo del que en efecto tuvo.
Porque no era su estilo. Le gustaban los
rodeos, los juegos de la mente. Siempre quería controlar la información que
daba. Nadie sabía jamás más de lo que él quería que se supiera. Y cuando
hablaba, usaba subterfugios, formas extrañas del lenguaje. Su magnetismo lo
hacía un líder nato, alguien a quien los hombres seguirían hasta la muerte... y
más allá de ser necesario. Su voz cautivaba a la multitud, sus palabras los
calmaban, sus ojos los encandilaban. Pero siempre había un resabio de
distancia, un aire de superioridad que no terminaba de gustarme. Y aunque
llegué a amarlo, con el tiempo una pequeña espina se clavó en mi costado.
Recuerdo perfectamente la situación. En
el hotel había un pequeño restaurant, donde yo la había conocido. Sus ojos eran
grandes, como de gacela, y en ellos asomaba la misma expresión de inocencia. En
contraste su boca, voluptuosa y sensual, carmesí, le daba un aire de extraterreno.
Todo iba bien. Una sonrisa, un gesto cómplice, habilitaron mi gambito.
Me acerqué a su mesa. Tomé un rosa roja
como sus labios de un florerito cercano y se la ofrecí. Rocé con ella sus
manos, delicadamente. Su voz sonó, atiplada cual cristal tallado, y silenció al
resto del mundo. No podría precisar cuánto tiempo charlamos, pero creo que fue
más que suficiente como para convencerme de que era la mujer de mi vida o lo
más parecido que me había sucedido hasta ese momento.
Entonces, por supuesto, llegó él. Traje
negro de confección, dientes blancos, aliento sofisticado. Al verme me saludó y
se encaminó a nuestra mesa. Lo presenté a ella. Sonriendo, tomó su mano y la
besó, para luego instalarse a mi lado y ordenar al camarero que trajera una
botella del mejor champagne para celebrar la ocasión. Las razones del festejo no fueron
esclarecidas en ese momento.
De inmediato comenzó a aplicar sus
encantos sobre mi acompañante. Charlando, ameno, comenzó su eterno juego. Debí
de haber dicho algo, hecho algo, pero solo pude contemplar absorto cómo iba
envolviéndola con sus palabras, atándola con argumentos, desnudándola con voz
meliflua. Cuando me sonrió y me preguntó si me molestaba que ambos se fueran,
oculté mi enojo y sonreí, mientras movía la cabeza expresivamente mostrando mi
conformidad. Me dejaron solo en el salón; los demás pasajeros ya habían vuelto
a sus habitaciones.
Sabía dónde encontrarlo, sin duda.
Esperé. Esperé. Esperé hasta que comenzaron a limpiar alrededor mío. Entonces
me levanté. Subí a mi cuarto, de donde quería tomar un par de cosas. Cerré la
puerta y mi mano fue la única que sintió el quedo clic de la cerradura. El
lugar donde solía alojarse cuando visitaba la ciudad no era lejos de allí, y en
esa dirección abandoné el vestíbulo. Los tacos de mis zapatos resonaban en el
empedrado de la calle a medida que me acercaba a su casa.
Golpeé. Volví a golpear. Tardó en abrir,
pero al fin lo hizo. Todavía se apreciaban los rastros de la lujuria en su
rostro cuando entornó la puerta para ver quién era el que llamaba. Al
reconocerme, una sonrisa iluminó su cara, y me hizo pasar de inmediato.
Yo conocía bien esa sala de estar. Se
dirigió a un barcillo que había en un rincón y preparó mi bebida favorita, Bloody
Mary con extra vodka. La trajo junto con bourbon neat para él. Tenía ganas de
hablar. Lo dejé explayarse. Como dije, sus palabras cautivaban a la gente y yo
no era una excepción. Desde pequeño que había sido así. Al mismo tiempo, había
una parte mía que no se conectaba; recelosa, evitaba ser seducida como lo era
de forma habitual. En ese sector cerebral se repetía una frase, como un mantra:
“¡Por el amor de Dios, Montresor!”. Pero no dejé que un retumbar de la infancia
me distrajera.
Gozaba con su compañía, sí. ¿Para qué
negarlo? Su conversación era amena, y podía haberla continuado por horas. Mientras
lo escuchaba, mi vista había estado recorriendo el espacio, perezosa. Todo
estaba en su lugar, como bien lo sabía. Cada cuadro, cada mueble, cada cortina.
Sólo había una señal invasiva: apoyado sobre el sofá que él consideraba mi
favorito había un abrigo rojo. Bueno, no un abrigo rojo. Su abrigo. El de ella.
Algo debe haber traicionado mi fachada imperturbable.
Paró de hablar un momento, y cuando volvió a hacerlo, su tono había cambiado. Dijo
captar un brillo en mi mirada. Un brillo frío, que le causaba una sensación
extraña. No estaba acostumbrado a sentir cosas nuevas, él.
En un solo movimiento me paré y me
acerqué al sillón donde se encontraba. Le pedí que se incorporara. Del
bolsillo interno de mi saco extraje el viejo cuchillo de caza de papá y se lo
mostré. Era largo, con una hermosa empuñadura recamada en oro. Se incorporó,
todavía sonriendo y se disculpó, puesto que con su charla no me había
preguntado cual era el motivo , sin duda alguna importante, para acudir a
visitarlo a aquella hora intempestiva.
Éramos dos los que sonreíamos cuando
comprendió. El cuchillo siguió camino hasta que la empuñadura chocó contra él.
Todo el tiempo lo miré a los ojos. El temor ya había pasado. Cuando, con un
delicado movimiento, subí mi mano hasta su pecho y la apoy é ahí un leve
-levísimo, imperceptible- siseo de aire escapó por entre sus labios.
Retiré la hoja y retrocedí un paso. Se
sostuvo un momento y por fin cayó. Cuando terminaron sus estertores, me agaché
y utilicé su batín para limpiar el arma, que coloqué cuidadosamente en su
funda. Hecho esto, me dirigí a la puerta. La abrí y, sin mirar atrás, abandoné
la casa de mi hermano, de vuelta al hotel.
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