miércoles, 19 de febrero de 2014

Éxtasis de tango

Un paso al costado. Una eternidad.

Otro paso que sigue al anterior.

Un paso adelante. O atrás, según la perspectiva. Otro más.

Seguimos así y completamos el cuadrado.

La sostengo fuerte. Se deja llevar. Bailamos. Nuestros sexos se alinean. No de forma perfecta, porque ella tiene una cabeza menos que yo. Pero están tan cerca que se olisquean. El calor del suyo atrae al mío; intenta erectarlo hacia abajo. Mi pene huele su fragancia, avido como perfumista parisino, intentando descomponer en sus elementos primordiales ese aroma cautivante.

Estamos desnudos. Bailamos. Nuestros pellejos se esfuerzan por separarnos. Es en vano. La química multiplica el sentir y la atracción magnética es tal que entre nuestras pieles no hay espacio posible: nos adherimos con una fuerza frenética, mil veces más grande que la de un agujero negro que atrapa a un rayo de luz de una estrella distante y no lo deja escapar más.

Mis ojos apenas ven, aunque nunca estuvieron más abiertos. Los suyos se diría que fueran negros y no marrones, como sé que son. Sus pupilas, como las mías, están enormes. Nos caemos dentro del otro. Bailamos. Casi flotamos, aunque es diferente; sería imposible movernos de esta forma si lo hiciéramos. Pero los pies se elevan, no desconectados del resto del cuerpo, si no vinculados como nunca antes lo estuvieron.

Respiramos con un mismo compás. Exhalar, retener, inhalar, retener. Ciclo. Me llega su aire mientras ella aspira el mío. La calidez se extiende a los brazos y nos vincula en un círculo de combustión que nos completa. Bailamos perdidos, para encontrarnos.

La música nos envuelve en la semioscuridad rota por colores que pintan las paredes. Más que escuchar, la sentimos. Atraviesa nuestros cuerpos, nos guía. No pertenece al ritmo con el que nos movemos y, sin embargo, nos impulsa. Asincopados, bailamos. Nos acunamos, repitiendo el compás de cuatro tiempos, que se siente como el mecer de toda una vida.


Reímos de inocencia. Es nuestro tango de éxtasis.

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