Esa mujer tenía luces detrás de los ojos.
Se podían ver cuando los posaba sobre vos.
No, no seas así. No era que sus ojos
fueran claros. No eran ni grises ni azules ni ningún tono afín. Eran, más bien,
verdes. Un poco gatunos, quizá, si te gusta esa clase de imágenes. Los ojos de
gata más hermosos del mundo.
Y las luces no estaban en los ojos.
Estaban detrás. Te iluminaban si se cruzaban con vos. Podías adivinar que,
atrás de ellos, había algo más, un indefinible. Una variable desconocida en una suma algebraica
indeterminada.
Había poder en esa luz. Había potencia de
vida, impulso de creación, pálpito de una sobrecogedora antioscuridad.
Constructora de caminos, hacedora de poéticas distendidas por la alegría, la
incandescencia de esos ojos veía a través tuyo y te desnudaba el alma.
Fuego glauco emitían. El calor de esa
mirada derretía al más pintado. Primero una picazón. Le seguía un rápido
ascenso de la temperatura epidérmica. Capa tras capa de piel la sensación se
extend ía imparable
hasta envolverte en una llama de color esmeralda. Ardías como madera seca, con
un crepitar alegre, de chispas contentas.
Esa mujer tenía luces detrás de los ojos.
Yo podía verlas cuando se posaban sobre mí. Y mi felicidad dependía de ellas.
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