miércoles, 25 de septiembre de 2013

Miles (Monólogo V)

El timbre metálico me eriza la piel. Me lleva a lugares prístinos. El ritmo del contrabajo me hace sudar las manos. El saxo sucede, me arrastra.

La mente se transporta a otro lugar. Huelo el humo espeso, mezcla de cigarrillo y marihuana. Huelo el sudor de ese negro que toca. Huelo las notas, huelo el amor por el instrumento. La declaración de un poema errático, asincopado, multiétnico.

Pocas cosas hay más distantes a la soledad de quien escribe que una banda de música. Un solista es una cosa, claro. Pero una banda… una banda es más que mucha gente tocando separadamente. En los mejores momentos, aparece un cuerpo invisible, una bifurcación que une. En esos momentos, la música es una buena sesión de sexo grupal, con bocas que soplan, dedos que tocan, orificios que se llenan, pieles que se golpean.

¿Un escritor? La expresión máxima de la masturbación. No dudo: una buena paja es algo imponente, digno de ser experimentado. Algo lindo de hacer de vez en cuando. Pero la soledad de la paja es agobiante. Nada que ver con la compañía que tiene un trompetista que sabe, que siente, que puede recostarse sobre los platillos, dejar entrar al piano y bailar con las cuerdas.

Quizá los músicos piensen de forma especular con respecto a la artesanía de tipear y poner una palabra atrás de otra. Puede ser que les pase, como a tantos, como a mí, que sueñen con tener lo que no tienen. Pero hay una desventaja que no le acaece: la música, aún la música mala, ataca su objetivo en un lugar que no tiene nada que ver con lo intelectual. El pie se menea al son del compás sin que el lóbulo frontal diga nada.

El escritor, por otro lado, tiene que romper no uno si no dos cerebros. Primero, el suyo. Romper la cuadratura de la propia cabeza, de las cadenas encarnadas, de la miseria de intuir que la palabra exacta siempre es otra. Y después el cerebro que tiempo después leerá esa serie de caracteres hechos palabras hechas frases hechas textos. Si abrir una mente es difícil, abrir dos lo es exponencialmente más.

Escribo desde hace treinta años, y recién empiezo a entender las sutilezas de este arte. Recién, quizá, comienzo a romper mi propia cabeza. Queda por ver si puedo desmantelar alguna otra.


Mientras tanto, escucho al dios de la trompeta explicarme de qué va la cosa.

1 comentario: