Un día A. estaba enferma. Nada grave,
alguna gripe. Acostada en el sillón, tapada con la colcha que trajo a nuestra
casa, se durmió. Una vez más, como tantas otras, la miré soñar. Y algo dentro
mío necesit ó acercarse un poco y susurrarle:
“Te amo todo lo que puedo amar a una
persona. Te amo como nunca pensé que iba a amar a alguien. Te amo con la fuerza
que sólo le es posible a un cínico al que le mostraron que se equivocaba. Te
amo como puede amar quien creía en cuentos e historias y descubrió que la vida
real es mejor. Te amo con la desesperación del que sabe que un día va a morir,
y que ese día todo termina.
Te amo como pez ama al agua, lombriz a la tierra, pájaro al aire, demonio al
fuego. Te amo con cada poro, cada pelo, cada diente. Con cada mano, cada ojo,
cada sonrisa.
Te amo como si tuviera seis, quince,
cuarenta años a la vez.
Te amo con el sol de mil veranos.
Te amo como un sediento de festejo desea
una botella de vino tinto mediterráneo.
Te amo con la alegría de saber que vos me
amás también.
Y con todo eso que te amo, con toda mi
alegría, con todas esas botellas llenas de vino tinto, con todo el sol, con
todos esos años, con todas las partes de mi cuerpo, con todos los elementos
entremezclados, con toda mi desesperación, con todo el realismo, con toda la
fuerza anti cínica, con todo ese pensamiento de amor, tengo aún más amor para
dar. Mucho más. Pero sólo puedo darlo gracias a vos.
Amémonos. Amemos, juntos”.
Acostada en nuestro sillón, A. no se
movió. Sólo una ligera sonrisa asomó, y ahí se quedó. Respiró profundo y siguió
durmiendo.
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