Me gustan las escaleras.
La arquitectura, la simbología, la
matemática de una escalera me fascinan.
La escalera te hace ascender o descender.
Te eleva o te rebaja. Te lleva al Cielo o al Infierno, que no necesariamente
están arriba y abajo. Los peldaños transportan, pero rompen la lógica única del
movimiento bidimensional adelante-atrás o izquierda-derecha.
Lo que más me interesa de las escaleras
es el concepto de “enjuta”: ese es el nombre que recibe el espacio vacío que
queda debajo de una escalera que no tiene abajo otra escalera. Suele tener, por
obvias razones, un perfil triangular.
A priori, la enjuta no cumple ninguna
función. Sólo es, existe, consecuencia inevitable de un deseo constructor. De
hecho, no puede no aparecer: donde hay una escalera, hay por lo menos una
enjuta. Que después se llene con algo más (un pequeño clóset, por ejemplo, o en
el caso de algunas escaleras, uno más bien grande) no quiere decir que esa sea
la razón por la que apareció.
Esta inevitabilidad me enamora. Y es que creo
hermoso que un elemento arquitectónico para facilitar el desplazamiento no
pueda evitar tener un espacio que en principio no cumple ningún propósito. Es
como si el impulso de moverse verticalmente que tiene el ser humano creara por
necesidad otros ámbitos, sin necesidad volitiva aparente. Nosotros decidiremos si esos
recovecos tendrán algo, se resignificarán, o serán rellenados con
algún material que los haga inaccesibles.
La enjuta aparece lo queramos o no. Está
en nosotros con qué llenarla.
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