miércoles, 24 de julio de 2013

Yukón (Monólogo II)

Ella cambió.

Cambió por mí. Para mí. A causa mía. Por mi placer.

No hay quejas, no. Hay… silencios. Revisiones. Nuevos recorridos.

Me pesan los cambios, por auténticos que sean. La honestidad misma tiene un límite. Hay fronteras que sólo pueden cruzarse una vez.

Pero, ¿qué pasa cuando el territorio frente al que nos paramos nos asusta? La inmensidad de ese Yukón amedrenta. ¿Porqué? Quizá porque ser el todo de alguien se parece demasiado a no ser nada. Es una resposabilidadd que no queremos.

Los buscadores de oro que iban a ese lugar inhóspito de Canadá arriesgaban todo en un sueño dorado del capitalismo más completo: tener ese golpe de fortuna, que la Diosa misma les sonriera. Con un solo beso, su vida se vería redimida. Explicada.

Por la quimera de su oro enfrentaban fríos cuasi polares, extraños animales velludos y la locura blanca que a veces los convertía en caníbales.

El Yukón del cambio es igual: nos adentramos en la desolación helada de que alguien deje de ser para ser en nosotros. Con un enclenque trineo nos metemos, asustados de las posibles consecuencias, en la vastedad de un territorio que no nos pertenece, porque es de la Naturaleza. Y soñamos con encontrar una pepita de oro enorme que justifique el riesgo, el miedo, el esfuerzo.

Como con tantas otras cosas, nos sobrevendemos las chances que tenemos. Sabiendo que la búsqueda es casi imposible, igual persistimos. ¿Porqué? ¿Tan fuerte es la pulsión del descubrir? Aún con el conocimiento de que lo que queremos hallar es difícilmente encontrado, seguimos adelante.


Y muchas veces, como esos cazadores de ilusiones doradas, nos quedamos congelados en medio de la nada.

El Yukón gana otra vez.

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