Ella cambió.
Cambió por mí. Para mí. A causa mía. Por
mi placer.
No hay quejas, no. Hay… silencios.
Revisiones. Nuevos recorridos.
Me pesan los cambios, por auténticos que
sean. La honestidad misma tiene un límite. Hay fronteras que sólo pueden cruzarse
una vez.
Pero, ¿qué pasa cuando el territorio
frente al que nos paramos nos asusta? La inmensidad de ese Yukón amedrenta.
¿Porqué? Quizá porque ser el todo de alguien se parece demasiado a no ser nada. Es
una resposabilidadd que no queremos.
Los buscadores de oro que iban a ese
lugar inhóspito de Canadá arriesgaban todo en un sueño dorado del capitalismo
más completo: tener ese golpe de fortuna, que la Diosa misma les sonriera. Con
un solo beso, su vida se vería redimida. Explicada.
Por la quimera de su oro enfrentaban fríos cuasi
polares, extraños animales velludos y la locura blanca que a veces los
convertía en caníbales.
El Yukón del cambio es igual: nos
adentramos en la desolación helada de que alguien deje de ser para ser en
nosotros. Con un enclenque trineo nos metemos, asustados de las posibles
consecuencias, en la vastedad de un territorio que no nos pertenece, porque es
de la Naturaleza. Y soñamos con encontrar una pepita de oro enorme que
justifique el riesgo, el miedo, el esfuerzo.
Como con tantas otras cosas, nos
sobrevendemos las chances que tenemos. Sabiendo que la búsqueda es casi
imposible, igual persistimos. ¿Porqué? ¿Tan fuerte es la pulsión del descubrir?
Aún con el conocimiento de que lo que queremos hallar es difícilmente
encontrado, seguimos adelante.
Y muchas veces, como esos cazadores de
ilusiones doradas, nos quedamos congelados en medio de la nada.
El Yukón gana
otra vez.
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