N. sacó una llave. No tenía nada de
particular. Era una llave de puerta de calle. Irrelevante es su apariencia. Lo
que importa es para qué íbamos a usar ese pedacito de metal.
N. se mudaba del loft en el que vivía en
Brooklyn, y estaba haciendo una fiesta de despedida. Mi amiga no se llevaba
bien con sus compañeros de departamento, de quienes no sé el número exacto pero
sí que eran todos artistas. Debo decir que debatí un rato conmigo mismo para no
escribir “artistas” entre comillas, pero me parecía demasiada editorializaci ón para este temprano
tramo del relato.
No se llevaba bien con sus roomates, N.,
y en consecuencia había decidido despedirse con una fiesta a puro reviente con
el semi declarado (a algunos íntimos) propósito de romper la casa.
Pero antes de romperla había que ponerla linda,
y así fue que me encontré una tarde de sábado ayudando a N. a ajustar todo.
Estábamos solos: nadie más había venido a dar una mano y los roomates brillaban
por su ausencia.
Me convenció de ir a ayudar una mezcla de
buena onda genuina con difusas intenciones fornicatorias. Con N. ya habíamos
tenido roces. Unas tocatas y besos en noches tardías de vinos pos ensayo. Pero
100% all the way, un jonrón, un K.O. irreprochable… nunca. O, me decía yo, “not
yet”. Viviendo una plena etapa de pistolero loco, no pensaba resignar ninguna
posibilidad de ponerla, por remota que fuera; y en este caso, no era tan lejana
tampoco.
N. era alemana. Estudiábamos juntos en
una escuela de teatro llena de sus coterráneos, más muchos israelíes y
argentinos. La conocí en mi clase de danza, donde lo primero que me llamó la
atención fue su culo. Obviously. No soy un tipo original.
N. era alemana. Lo repito porque era muy
típica germana del ideal Nazi: rubísima, ojos grises, pómulos altos, cara
ligeramente caballuna con algunas cicatrices de acné. No era corpulenta pero
tenía apenas centímetros menos que yo y una interesante distribución de masa
muscular que favorecía su tren inferior, dato siempre agradable por cierto.
Habíamos terminado de ordenar todo:
metimos infinidad de six-packs en la heladera y en una bañera llena de hielo;
pusimos los snacks en las mesas; cambiamos luces de lugar y de color; probamos
que la m úsica sonara bien.
La gente estaba citada a partir de las
nueve de la noche, y eran poco más de las siete. N. me trajo un porrón de
alguna birra no yanqui (como alemana entendía la diferencia entre meo frío y
cerveza). Brindamos y dimos un trago, largo.
Ni bien lo hicimos N. me dijo: “Do you
vant to do some coke?”. Ya estaba acostumbrado a que pronunciara la “W” como
“V”, pero en esa frase además pensé que se había confundido “do” con “drink”. Y
le dije que no, que no quería coca; la cerveza estaba perfecta.
Me miró un segundo sin entender y después
soltó una risotada. “Not Coke! Coke!” dijo, mientras hacía la pantomima de
tomar de un vaso, negar con la cabeza, y mostrarme el gesto que todo coquero
reconoce: la palita a la nariz.
Yo me reí también, para cubrir la
vergüenza que me daba haber quedado como un ignorante. Le dije que no la había
entendido porque nunca había tomado cocaína. Lo que era cierto.
Se le agrandaron los ojos. “Ohhh! You’ll
love it”.
N. no esperó a que yo agregara nada más,
se fue para su cuarto y volvió rápido. En la mano, me mostró, tenía una bolsita
minúscula, ponele que de cinco centímetros por cinco, con cierre ziploc. En la
bolsita había un polvo blanco.
En los tres minutos que había estado solo
confirmé conmigo mismo que sí, quería probar. Y es que a veces mi boca actúa
por su cuenta y después me fuerza a desdecirme. Pero: ¿qué mejor ocasión para
desvirgarme cocainómanamente que en Nueva York, en un loft ultra cool de
Brooklyn y en la previa de una fiesta de reviente completo? Los dioses de las
drogas me habían alineado todas las estrellas, me habían puesto la pelota en el
punto de penal, me habían enmantecado y acercado a la boca la tostada… You get
what I mean. ¿Qué sí quería tomar? Fuck yeah.
Y ahí fue como llegamos a lo de la llave.
Me sorprendió que N. no se pusiera a
peinar una l ínea en una mesa, como Hollywood
me había enseñado se tomaba cocaína; en cambio, metió la punta de la llave en
la bolsita, levantó una puntita del polvo blanco y se lo mandó por la fosa
derecha. Bastante tiempo después noté que cuando se consume así (o con
cucharitas o elementos similares, en contraposición a la tirada) generalmente
mandás la primera tanda al orificio del lado de tu mano hábil; en menos
palabras, N. era diestra, e iba a esa fosa primero.
Después de repetir la operación con la
izquierda, mi amiga me pasó los elementos. No fue difícil imitarla, aunque la
primer carga de llave fue un poco excesiva.
A medida que mi nariz se hacía amiga del
perico, tuve dos claros pensamientos. Uno: que nunca sería adicto a ese polvo
símil tiza. No me gustaba el sabor amargo que me había dejado en la parte de
atrás de la garganta. Dos: que a pesar de la consideración “Uno”, esa noche
blanca estaba perfilándose como memorable.
No me equivoqu é. Fue memorable.
Aunque eso sí, jamás me pude coger a N.
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