miércoles, 10 de julio de 2013

La llave

N. sacó una llave. No tenía nada de particular. Era una llave de puerta de calle. Irrelevante es su apariencia. Lo que importa es para qué íbamos a usar ese pedacito de  metal.

N. se mudaba del loft en el que vivía en Brooklyn, y estaba haciendo una fiesta de despedida. Mi amiga no se llevaba bien con sus compañeros de departamento, de quienes no sé el número exacto pero sí que eran todos artistas. Debo decir que debatí un rato conmigo mismo para no escribir “artistas” entre comillas, pero me parecía demasiada editorializaci en mi clasen una escuela de teatro. the way, un jonrones fornicatorias. Con N. ya larado prop que ón para este temprano tramo del relato.

No se llevaba bien con sus roomates, N., y en consecuencia había decidido despedirse con una fiesta a puro reviente con el semi declarado (a algunos íntimos) propósito de romper la casa.

Pero antes de romperla había que ponerla linda, y así fue que me encontré una tarde de sábado ayudando a N. a ajustar todo. Estábamos solos: nadie más había venido a dar una mano y los roomates brillaban por su ausencia.

Me convenció de ir a ayudar una mezcla de buena onda genuina con difusas intenciones fornicatorias. Con N. ya habíamos tenido roces. Unas tocatas y besos en noches tardías de vinos pos ensayo. Pero 100% all the way, un jonrón, un K.O. irreprochable… nunca. O, me decía yo, “not yet”. Viviendo una plena etapa de pistolero loco, no pensaba resignar ninguna posibilidad de ponerla, por remota que fuera; y en este caso, no era tan lejana tampoco.

N. era alemana. Estudiábamos juntos en una escuela de teatro llena de sus coterráneos, más muchos israelíes y argentinos. La conocí en mi clase de danza, donde lo primero que me llamó la atención fue su culo. Obviously. No soy un tipo original.

N. era alemana. Lo repito porque era muy típica germana del ideal Nazi: rubísima, ojos grises, pómulos altos, cara ligeramente caballuna con algunas cicatrices de acné. No era corpulenta pero tenía apenas centímetros menos que yo y una interesante distribución de masa muscular que favorecía su tren inferior, dato siempre agradable por cierto.

Habíamos terminado de ordenar todo: metimos infinidad de six-packs en la heladera y en una bañera llena de hielo; pusimos los snacks en las mesas; cambiamos luces de lugar y de color; probamos que la ma el gesto que universalmente todo coquero reconoceabeza, y hac la mheladera y en una bañera llena de hielo; pusimos los snacks úsica sonara bien.

La gente estaba citada a partir de las nueve de la noche, y eran poco más de las siete. N. me trajo un porrón de alguna birra no yanqui (como alemana entendía la diferencia entre meo frío y cerveza). Brindamos y dimos un trago, largo.

Ni bien lo hicimos N. me dijo: “Do you vant to do some coke?”. Ya estaba acostumbrado a que pronunciara la “W” como “V”, pero en esa frase además pensé que se había confundido “do” con “drink”. Y le dije que no, que no quería coca; la cerveza estaba perfecta.

Me miró un segundo sin entender y después soltó una risotada. “Not Coke! Coke!” dijo, mientras hacía la pantomima de tomar de un vaso, negar con la cabeza, y mostrarme el gesto que todo coquero reconoce: la palita a la nariz.

Yo me reí también, para cubrir la vergüenza que me daba haber quedado como un ignorante. Le dije que no la había entendido porque nunca había tomado cocaína. Lo que era cierto.

Se le agrandaron los ojos. “Ohhh! You’ll love it”.

N. no esperó a que yo agregara nada más, se fue para su cuarto y volvió rápido. En la mano, me mostró, tenía una bolsita minúscula, ponele que de cinco centímetros por cinco, con cierre ziploc. En la bolsita había un polvo blanco.

En los tres minutos que había estado solo confirmé conmigo mismo que sí, quería probar. Y es que a veces mi boca actúa por su cuenta y después me fuerza a desdecirme. Pero: ¿qué mejor ocasión para desvirgarme cocainómanamente que en Nueva York, en un loft ultra cool de Brooklyn y en la previa de una fiesta de reviente completo? Los dioses de las drogas me habían alineado todas las estrellas, me habían puesto la pelota en el punto de penal, me habían enmantecado y acercado a la boca la tostada… You get what I mean. ¿Qué sí quería tomar? Fuck yeah.

Y ahí fue como llegamos a lo de la llave.

Me sorprendió que N. no se pusiera a peinar una l ser de un reviente memorable.esar de eso, esa noche prometínea en una mesa, como Hollywood me había enseñado se tomaba cocaína; en cambio, metió la punta de la llave en la bolsita, levantó una puntita del polvo blanco y se lo mandó por la fosa derecha. Bastante tiempo después noté que cuando se consume así (o con cucharitas o elementos similares, en contraposición a la tirada) generalmente mandás la primera tanda al orificio del lado de tu mano hábil; en menos palabras, N. era diestra, e iba a esa fosa primero.

Después de repetir la operación con la izquierda, mi amiga me pasó los elementos. No fue difícil imitarla, aunque la primer carga de llave fue un poco excesiva.

A medida que mi nariz se hacía amiga del perico, tuve dos claros pensamientos. Uno: que nunca sería adicto a ese polvo símil tiza. No me gustaba el sabor amargo que me había dejado en la parte de atrás de la garganta. Dos: que a pesar de la consideración “Uno”, esa noche blanca estaba perfilándose como memorable.


No me equivoqumil tiza﷽﷽se polvo saína; en cambio,é. Fue memorable. Aunque eso sí, jamás me pude coger a N.

No hay comentarios:

Publicar un comentario