miércoles, 5 de junio de 2013

Confesiones de una mente pelirroja I

Tengo el pelo rojo.

O, digamos, del color que popularmente se conoce como “pelirrojo”. Que no es rojo-rojo; es más bien un continuum que va de un tono naranja brillante, fluorescente, hasta un cobrizo oscuro, a veces poco distinguible de un castaño. Incidentalmente, mis preciados cabellos se encuentran en ese extremo, aunque de peque era más parecido al otro.

Ser pelirrojo no es tan traumático como puede ser pertenecer a alguna otra minoría, sea étnica, religiosa, sexual o whatever. No busco victimizarme. But oh boy!, tampoco es sencillo.

A lo largo de mi infancia tuve que lidiar con los apodos infamantes que surgían de la siempre fértil imaginación de la gente que me rodeaba, ya fueran amigos, conocidos, o gente al paso. De los obvios “zanahoria”, “fosforito” y “fideos con tuco” a los más sutiles pero no menos denigrantes como “feriado” o “Chapulín Colorado”.

Sumale un nombre raro y largo y tenés la fórmula perfecta para que nadie se aprenda cómo te llamás y, en cambio, confíe en el probado método del alias. Que ese alias te guste o no suele chuparles un huevo a los nomencladores.

Quizá la amargura con la que me suenan las palabras que escribo mientras las leo en voz alta se note en el texto. Porque, si hace falta aclararlo, toda mi vida odié cada variante que usaron para nombrarme basándose en el color de mi pelo. Todas y cada una: cariñosas, despectivas y todo lo del medio.

Crecer pelirrojo implica ver gente que cuando se cruza con vos por la calle se agarra un huevo o una teta. O, sin el más mínimo reparo, directamente toca tu cabeza. Es para “ahuyentar la mala suerte”. Porque, sí, se supone que somos yeta.

Ni hablar de mi mayor adversario, el sol, y de su primo hermano, el día al aire libre. Desde que a los cuatro años el inconsciente de mi padre, recién separado, me llevó de vacaciones a Villa Gesell por las suyas, y yo retorné con quemaduras de primer grado por haber estado días y días expuesto a una pija de rayos ultravioletas que se cogió incesantemente mi piel, no salgo a ninguna parte sospechada de soleada sin mi protector.  Factor seis trillones, por supuesto. Me toma más de 20 minutos, medidos con relós, aplicarme ese mejunje por todas partes.

Y cuando digo todas partes, es casi literal: lo único que no me protejo son las bolas y el culo (el pito estaría dentro de “las bolas”). Porque no ponerme pantalla en las orejas, o en los empeines, o en el dorso de la mano, o atrás de las rodillas, es invitar a Helios a que tenga su propia orgía privada conmigo. De paso, la mención de esos lugares tan específicos no es casual: son zonas del cuerpo en las que me he quemado y que me han forzado a desarrollar técnicas para dormir sema parado, o con la cabeza colgando por afuera de la cama, o con los pies metidos en agua fría.

La lista de los enemigos de los pelirrojos continúa: piletas cubiertas de sombra en su mayor parte pero cuya agua refracta rayos solares desde un rincón hasta uno y en media hora lo dejan rosado como el dinosaurio Barney.

Ya de grande y habiendo impuéstole al mundo que me llame por mi puto nombre, que para algo lo tengo, y resignado a ver las tardes soleadas desde mi habitación oscura, aparece una nueva fuente de rotura escrotal: la gente que quiere saber si todo mi pelo es pelirrojo. Esta pareciera ser la duda definitiva que tiene todo ser que no ha sido bendecido con bajos niveles de melanina.

Si quien interpela es tímido, intenta usar algún eufemismo, del estilo de “¿La alfombra va con las cortinas?” o (este es bien de minita) “¿Sos tooooooooooodo colorado? ¿En serioooooooooo?”. Por pelotudo que parezca, prefiero esos intentos un poco infantiles de averiguar el dato que los que directamente preguntan (típico chabón) “¿Las bolas también las tenés pelirrojas?”.

Cuando era adolescente y audaz, mi respuesta solía ser un “¿Querés ver por vos mismo?”, seguida de una rápida desabrochada de lienzos y exposici. testicularnzos y la extracciióna extraccia sols un poco infantiles de averiguar el dato que los que directamente pregunta (y eón testicular. O me metía la mano adentro del calzón, arrancaba unos púbicos y se los acercaba a la cara, diciendo “No sé. Decime”.

Ya de adulto, y calculo que por la cara de agreta que muchas veces tengo, no me preguntan tanto. Pero sé que la duda está ahí, carcomiendo sus cerebros no-ginger. Como a vos ahora que leés esto.


Quedate con las ganas.

1 comentario:

  1. Me alegra haber leído esta entrada.

    Los escritos hater son mis preferidos.

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