miércoles, 19 de junio de 2013

El exilio del abuelo

Mi abuelo llegó a la Argentina en 1949. Traía una esposa, un hijo de siete años y la amargura del exilio franquista. Venía de vivir casi toda su vida en tierra tomada, el llamado “Marruecos Español”, la franja del norte de África que España soñó con hacer su propia Argelia.

Allá, don Jesús llevaba los números de unas granjas. Siempre tuvo buena cabeza para los números, el valenciano. Hasta los treinta años había sido un comunista bon-vivant. Gustaba de contar cómo en sus años adolescentes usar la corbata de cinturón equivalía a ser transgresor. Eran épocas de bonanzas para los hijos de maestros enviados a enseñarle a los colonos españoles en territorio marroquí. Después, las circunstancias lo forzaron a laburar.

Peleó por la República y cayó preso. Volvió a Larache, donde nació mi padre. Mal no le iría en términos de dinero, o prestigio. Pero en algún momento la idea de vivir bajo la efigie de El Caudillo de España (por Gracia de Dios) se le hizo insoportable y así rumbeó para el sur.

En Argentina no pudo quejarse de su destino económico-social. Aterrizó en pleno peronismo y lo odio desde su marxismo pero se benefició laboralmente por él. Mas su amargura nunca terminó de disiparse. Viajó cinco veces a España, las últimas dos ya después de la muerte del Generalísimo. Su amargura, cual cachorrito, lo seguía. El abuelo puteaba contra este país que lo había acogido. Puteaba contra el país que lo había echado.

Cuando don Jesús insultaba estas Pampas, yo lo hacía callar preguntándole porqué no se había vuelto. Esa bronca que tenía contra mi país no la entendí nunca. Su odio hacia factores básicos que constituyen este maltratado rincón del mundo nunca dejó de sorprenderme. Me la cobraba llamándolo para gritarle por teléfono cada vez que la selección de fútbol hacía un gol en un partido. Él siempre hinchaba por el otro equipo. Salvo que el otro equipo fuera Alemania. A “esos Nazis” no los alentaría nunca.

Mi abuelo murió, todavía en el país del sur en donde había muerto su compañera de viaje y donde quedaba la gente que él más quería: su hijo y los hijos de su hijo. Murió triste, estoy seguro, con tristeza de inmigrante.

Un día me tocó irme a mí. Yo también dejé mi país y me expulsé, o expulsaron. Honestamente, ya no lo recuerdo. Y cuando estuve lejos entendí. Entendí a don Jesús y su cólera ciega y mansa contra un país que no lo quería y contra otro que lo había recibido pero que él hubiera preferido no querer; hubiera deseado no echar raíces acá. Comprendí el exilio interminable, el sentirse diferente todo el tiempo, hasta la muerte. Su afán de hablar “en argentino” no alcanzaba. El acento se colaba por todas partes. Creo que nunca dejó de sentirse extranjero.

Como me pasó a mí, más allá de que la diferencia de idioma fuera mayor que sólo un acento. Yo pude escapar a mi escape, y volver, aunque nadie sepa por cuánto tiempo se queda en casa. O, siquiera, dónde está “casa”.


Pero desde ese día en que pisé costas lejanas estoy más cerca de mi abuelo. Cada vez que la Selección hace un gol, sonrío un poco para mis adentros, y se lo dedico a don Jesús.

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