“Si en el firmamento poder yo tuviera,
esta noche negra, lo mismo que un pozo,
con un cuchillito de luna lunera,
cortaría los hierros de tu calabozo”.
La abuela Tina cantaba.
Su voz andaluza, atiplada, paseaba por
las canciones. Mientras cocinaba, entonaba tangos, coplas, temas populares
españoles, boleros de Manzanero.
Con manos pecosas cortaba verduras que
iban a parar a la olla, confabulando para transmutarse en un guiso de lentejas
de la puta madre. O en sus famosos callos a la madrileña que, según cuentan,
era de los platos que mejor le salían. Digo “según cuentan” porque nunca pude
superar el nombre de la preparación. No podía dejar de imaginarme los callos
reales que en los pies tenía Doña Tina y viví toda mi infancia con una mezcla
de fascinación y rechazo frente a la posible transformación de esa piel
endurecida en manjar.
La abuela paterna también cantaba
mientras cosía, otra cosa que hacía mucho. Cuando a los quince años tuvo que
ponerse a trabajar debido a la muerte de su madre y a la semi permanente
ausencia de un padre marinero que en sus ratos libres se entretenía queriendo
degollar a su hermana menor, un talento natural la hizo devenir costurera. Hasta
que dejé de ser pre-púber y oficialmente tuve “los huevos negros” (never mind
que yo sea pelirrojo, esa era la expresión familiar: “No llorés que ya no sos
un nene, tenés los huevos negros”), Doña Tina me hizo infinidad de pantalones y
camisas.
Se iba a Once, con sus pasitos cortos
pero rápidos, y compraba las telas que le gustaban, que invariablemente eran
además las más baratas. Porque, habiendo crecido pobre, la economía hogareña
fue siempre una de las preocupaciones fundamentales de la andaluza.
Después, molde en mano, me dejaba
observarla convertir esos retazos en un pantalón de vestir hecho a medida de
mis pocos años. Yo estaba fascinado con todos sus elementos de costura: las
tizas para marcar la tela, la variedad de agujas, los dedales, los botones y
cierres sueltos. Y cuando se ponía a darle al pedal de la Singer que Don Jesús mantenía
en prístinas condiciones de uso, yo me sentaba a su lado.
Porque yo me daba cuenta, de alguna
forma, que Doña Tina cantaba para no estar sola. Cantaba para ahuyentar sus
fantasmas, para alegrarse el día, para hacerse compañía. Estaba sola, mi abuela.
Tenía un hermano mayor al que veía poco, y una hermana menor (la casi
degollada) a la que veía demasiado; cada vez que se juntaban mi abuela quedaba
amargada por los reproches incesantes que le hacía la tía Carmela, reproches de
porqué la vida había tratado mejor a una hermana que a otra. Y el abuelo y mi
padre la amaban, seguro, pero de una forma distante y un poco condescendiente.
Así fue que yo fui aprendiendo las
canciones de mi abuela-madre, que todos los días me criaba porque mi
madre-madre tenía que trabajar para mantenernos. La escuchaba cantar en la
cocina, sentado en un sillón del comedor, mientras yo leía a Salgari, Verne o
Wells. Y a veces me unía a Doña Tina, o le hacía coros, o cantábamos juntos.
Hoy vivo en ese mismo departamento, que tiene
las paredes llenas de música, la música de una voz andaluza, atiplada. Cuando
canto, algo que hago todo el tiempo, quiz á me sorprendo cuando ella no me contesta.
O me descubro entonando sones extraños para un argentino de mi edad.
Pienso en que al final nunca probé los
callos, ni sus mentados caracoles. Y la extraño. Pero no dejo que la melancolía
me atrape por mucho tiempo: me pongo a cantar una canción de Doña Tina y la tristeza
desaparece en un segundo.
Sus cenizas, como las del abuelo Jesús,
están en algún lugar del mar, arrojadas con amor por sus nietos y su hija del afecto.
Quizá estén tratando de hacer el viaje de vuelta desde el Río de la Plata hasta
La Línea, su pueblo natal, recorriendo espacio, tiempo y océanos, parte de una
marea cantarina que le alegra los oídos a los navegantes.
Me gusta pensar eso.
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