miércoles, 29 de mayo de 2013

Las canciones de la abuela

“Si en el firmamento poder yo tuviera,
esta noche negra, lo mismo que un pozo,
con un cuchillito de luna lunera,
cortaría los hierros de tu calabozo”.

La abuela Tina cantaba.

Su voz andaluza, atiplada, paseaba por las canciones. Mientras cocinaba, entonaba tangos, coplas, temas populares españoles, boleros de Manzanero.

Con manos pecosas cortaba verduras que iban a parar a la olla, confabulando para transmutarse en un guiso de lentejas de la puta madre. O en sus famosos callos a la madrileña que, según cuentan, era de los platos que mejor le salían. Digo “según cuentan” porque nunca pude superar el nombre de la preparación. No podía dejar de imaginarme los callos reales que en los pies tenía Doña Tina y viví toda mi infancia con una mezcla de fascinación y rechazo frente a la posible transformación de esa piel endurecida en manjar.

La abuela paterna también cantaba mientras cosía, otra cosa que hacía mucho. Cuando a los quince años tuvo que ponerse a trabajar debido a la muerte de su madre y a la semi permanente ausencia de un padre marinero que en sus ratos libres se entretenía queriendo degollar a su hermana menor, un talento natural la hizo devenir costurera. Hasta que dejé de ser pre-púber y oficialmente tuve “los huevos negros” (never mind que yo sea pelirrojo, esa era la expresión familiar: “No llorés que ya no sos un nene, tenés los huevos negros”), Doña Tina me hizo infinidad de pantalones y camisas.

Se iba a Once, con sus pasitos cortos pero rápidos, y compraba las telas que le gustaban, que invariablemente eran además las más baratas. Porque, habiendo crecido pobre, la economía hogareña fue siempre una de las preocupaciones fundamentales de la andaluza.

Después, molde en mano, me dejaba observarla convertir esos retazos en un pantalón de vestir hecho a medida de mis pocos años. Yo estaba fascinado con todos sus elementos de costura: las tizas para marcar la tela, la variedad de agujas, los dedales, los botones y cierres sueltos. Y cuando se ponía a darle al pedal de la Singer que Don Jesús mantenía en prístinas condiciones de uso, yo me sentaba a su lado.

Porque yo me daba cuenta, de alguna forma, que Doña Tina cantaba para no estar sola. Cantaba para ahuyentar sus fantasmas, para alegrarse el día, para hacerse compañía. Estaba sola, mi abuela. Tenía un hermano mayor al que veía poco, y una hermana menor (la casi degollada) a la que veía demasiado; cada vez que se juntaban mi abuela quedaba amargada por los reproches incesantes que le hacía la tía Carmela, reproches de porqué la vida había tratado mejor a una hermana que a otra. Y el abuelo y mi padre la amaban, seguro, pero de una forma distante y un poco condescendiente.

Así fue que yo fui aprendiendo las canciones de mi abuela-madre, que todos los días me criaba porque mi madre-madre tenía que trabajar para mantenernos. La escuchaba cantar en la cocina, sentado en un sillón del comedor, mientras yo leía a Salgari, Verne o Wells. Y a veces me unía a Doña Tina, o le hacía coros, o cantábamos juntos.

Hoy vivo en ese mismo departamento, que tiene las paredes llenas de música, la música de una voz andaluza, atiplada. Cuando canto, algo que hago todo el tiempo, quiz,a tristezara efigie desaparece en un segundo.o VErneba amargada por los reproches incesantes que le hacá me sorprendo cuando ella no me contesta. O me descubro entonando sones extraños para un argentino de mi edad.

Pienso en que al final nunca probé los callos, ni sus mentados caracoles. Y la extraño. Pero no dejo que la melancolía me atrape por mucho tiempo: me pongo a cantar una canción de Doña Tina y la tristeza desaparece en un segundo.

Sus cenizas, como las del abuelo Jesús, están en algún lugar del mar, arrojadas con amor por sus nietos y su hija del afecto. Quizá estén tratando de hacer el viaje de vuelta desde el Río de la Plata hasta La Línea, su pueblo natal, recorriendo espacio, tiempo y océanos, parte de una marea cantarina que le alegra los oídos a los navegantes.


Me gusta pensar eso.

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