miércoles, 15 de mayo de 2013

Por una cabeza


El señor García era un señor como hay miles de millones en el mundo.

Bueno, no miles. Con sus características físicas exactas había sólo tres millones seiscientos cuarenta y tres mil novecientos dos. Pero eso no viene al caso.

Lo que sí viene al caso es que este señor García no tenía ninguna particularidad. No era un genio, no podía multiplicar dos números de cien cifras cada uno ni predecir las tiradas de un dado; tampoco cantaba demasiado bien (aunque si alguien le hubiera dicho que en realidad desafinaba en la ducha lo hubiera mortificado), se daba maña con la gambeta ni era particularmente exitoso con el sexo opuesto, o por caso con su mismo sexo. Era normal-normal.

Pero no del todo, si no que alguien contara su historia no tenía sentido. La gente normal-normal no llega a los diarios, salvo cuando se cruza con algún automóvil a gran velocidad.

El detalle relevante en la vida del señor García es que era muy olvidadizo. Pero muy mucho. No era sólo que cuando se ponía los anteojos en la frente se volvía loco buscándolos, ni que no recordara el día en que estaba. Lo suyo era terrible. Célebre fue en su barrio original la ocasión en que le vendieron el buzón de la esquina de su casa por séptima vez. El pobre García no guardaba en su memoria las anteriores permutas, lo que lo hacía blanco fácil de mismo estafador una y otra vez. Está claro también que las inversiones no eran lo suyo, y que su falta de recuerdos conspiraban contra su capacidad de juzgar el carácter moral de las personas.

Otro caso fue el de su romance con la Rosita, la chica más codiciada de la zona. El joven García se dedicó con empeño a conquistarla. Le mandaba flores, bombones y postales perfumadas. Fundamental en el nacimiento de esta relación fue Don Tito, el cartero, que llevaba las cartas a la casa de Rosita a pesar de que el chico insistía en mandarlas al Santa Rosa, La Pampa o a Venado Tuerto. De qué oscuros rincones de la cuasi-amnésica psiquis de García surgían estas direcciones es un dato del que no disponemos.

Tanto insistió el muchacho (y porfió Don Tito), que al final la chica se rindió y le entregó su amor. Que pronto se transformó en odio; García, en su vacío de recuerdos, nunca acertaba el nombre de su novia. Cuando tenía citas, llegaba tarde, si es que aparecía. Cuando lo hacía, lo más probable es que tuviera todavía la toalla de baño anudada a la cintura y nada más puesto. Rosita aguantó estoicamente, pero cuando su padre encontró a García vestido con su piyama y preguntando quién se casaba en la puerta de la Iglesia mientras ella lo aguardaba adentro, decidió abandonarlo y casarse con un contador de gran memoria para los números.

Con su rutina diaria de tomarse un vaso de agua del Leteo, el amor no era lo de García. Hubiera podido, basándose en el antiguo dicho, dedicarse al juego, pero su absoluto desconocimiento de las reglas de todo trance, aún cinco minutos después de que se las hubieran explicado, lo hacía imposible. Por fortuna su padre fue previsor, de manera que cuando el anciano caballero murió, dejó a su hijo una considerable fortuna que hacía innecesaria la alegría del trabajo.

Además, viendo la total incapacidad de su progenie, el señor García (el mayor) se encargó de que su dinero siguiera reproduciéndose con esa saludable costumbre que tiene el metálico cuando no está solo, liberando a su hijo de la carga de preocuparse por crear más moneda.

Resuelto este problema, el señor García (el menor), se dedicó a la vida contemplativa, que en su caso consistía en leer y releer el segundo tomo de “Las Mil y una Noches” y sorprenderse ante cada nueva desventura del pobre Abul Hassan como si fuera la primera vez. Cada vez que terminaba de leer el tomo se iba a dormir, pensando en comenzar al día siguiente con el tercero y último, y saber si efectivamente la cantidad final de noches eran las pregonadas en el título.

Transcurría su vida con normalidad (toda la normalidad de la que se pueda hablar en una historia como ésta) hasta que un día, a la mañana, el señor García descubrió, al intentar ponerse el sombrero para salir, que había perdido la cabeza. En el espacio antes ocupado por su cráneo no había nada. Ni siquiera un mísero resto de cabello, ni una pestaña, ni un diente, nada. Todo había sido extraviado, olvidado en algún lugar que su deficiente memoria de Homo Sapiens no recordaba.

El hombre comenzó a buscar su cabeza desesperado. No sólo era el suyo un grave problema físico sino que, ¿cómo podría salir a la calle con esa facha? ¿qué dirían sus compañeros del club al verlo llegar sin su turbante?. Esto último molestaba más que nada a García por lo que le había costado ingresar a esa Asociacia﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽s incidentes relacionados con la cabeza de Garce y en el que sinzar al dón. Había sido necesario que se acostumbrara a dormir con el turbante puesto para que no se lo olvidara y así le impidieran ingresar a su exclusivo club de lectores de “Las Mil y una Noches”, desagradable circunstancia que le sucedió durante un tiempo hasta encontrar la antedicha solución.

Luego de rebuscar por toda su casa y agobiado por el peso de su infortunio, García se decidió a pedir la ayuda de todo el barrio. Los vecinos colaboraron de buen gusto, puesto que a pesar de ser tan olvidadizo, el hombre era una buena persona.

La búsqueda fue en vano. No quedó un callejón sin revisar, un tacho de basura sin ser abierto y esculcado por los buscadores. Todo el barrio participó, pero sin resultados. Después de varios meses infructuosos, la gente empezó a cansarse y a desertar. García continuó (después de todo, se trataba de su cabeza), pero poco antes de que se cumpliera un año de la pérdida debió darse por vencido.

Una profunda depresión se apoderó de él. Sus amigos intentaron hacerle compañía, ayudarlo a paliar la pérdida, pero de a poco dejaron de frecuentarlo porque les hacía sentir extraños hablarle a alguien que no sabían si los estaba mirando o no. Persona a persona, el señor García se fue quedando solo. Ya se había acostumbrado a vivir sin su cabeza, pero no sabía qué hacer ahora que su entorno lo había abandonado.

Y un día llegó a la zona un circo de tres pistas. Al señor García la noticia no lo afectó al principio, porque nunca le habían gustado los elefantes, y este circo en particular tenía cinco machos, dos hembras y un cachorrito. Pero entre animales y trapecistas había una compañía de seres extraños, que se especializaban en exhibirse para deleite y horror de los visitantes en una tienda contigua a la cabina donde se vendían las entradas para la atracción principal (los ocho elefantes). Allí, por unas monedas, la gente común podía sorprenderse viendo a la mujer barbuda, el lagarto humano, el tragasables y el hombre de goma, entre otras curiosidades humanas de la naturaleza, curiosidades que debían ser vistas para ser creídas, o por lo menos eso pregonaba el colorido cartel que pretendía atraer espectadores.

Solitario como se había vuelto, García decidió visitar el circo y mientras esperaba que comenzara la función pasó por la galería de curiosidades. No pasaron diez minutos cuando (el hombre era olvidadizo, no un completo idiota) se dio cuenta de que entre esa gente él podría sentirse cómodo, acostumbrados como estaban a sentirse rechazados y, por esa razón, a ser solidarios entre sí.

García vio su oportunidad y se ofreció como número estrella. Después de regatear su sueldo con el administrador del circo, el hombre sin cabeza pasó a convertirse en la atracción principal y dejó para siempre sus pagos natales.
El señor García pronto quedó encantado con la vida de circo y al poco tiempo, con el dinero de su padre, lo compró y se dedicó a viajar por el mundo.

Y entre gira y gira, se enamoró de la mujer barbuda (que era una mujer y no un hombre disfrazado como aseguraban las malas lenguas) y se casó con ella, luego de un cortejo breve y en el que sólo hubo dos incidentes relacionados con la cabeza de García y uno de pelos de barba femenina en una sopa.

De ese feliz matrimonio nacieron cuatro hijos, todos con cabeza y, las nenas, sin barba. La progenie creció sin mostrar problemas de memoria y, cuando dio nietos, el señor y la señora García comprobaron felices que la racha de cabezas y caras lampiñas continuaba. Por esas épocas, la familia ya había vendido el circo debido a la falta de performers que pudieran continuar la tradición de los padres.

El señor García y su esposa volvieron al barrio, en donde todavía él era recordado con afecto y al que él, extraño, nunca había olvidado del todo. Con los dineros logrados de la venta del circo, la pareja se dedicó a hacer tareas comunitarias que les terminaron de granjear el cariño de sus vecinos. La combinación de sus obras y su historia de vida los convirtió en la gente más popular de la zona. Y allí ambos terminaron sus días.

Hoy, una plazoleta los recuerda. En medio de la plazoleta hay una estatua de ambos, que los refleja es sus épocas de gloria: García vestido de punta en blanco, y sin cabeza, y su esposa con una frondosa barba. De vez en cuando, algún graciosillo pretende ser original poniendo un objeto chocante en el lugar donde debería ir la cabeza de la estatua; pero siempre algún vecino amable se encarga de volver todo a la normalidad, porque no todo el mundo ha olvidado al hombre que perdió su cabeza por no recordar dónde la haba olvidado del todo. Con los dineros logrados de la venta del circotinuar la tradiciía dejado.

2 comentarios:

  1. Re dolinesco =P Claramente lo que me gustan de tus textos son los personajes, Lis.

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    1. Ponele que se me dan por lo de actor. :-P Pero sí, es muy dolinesco. No a propósito.

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