M. me contó esta historia hace ya (la
puta madre cómo pasa el tiempo) unos veinte años.
Él venía de una típica, digamos, familia
porteña: clase media que de vez en cuando se daba unos gustos; cierto nivel de
cultura; un catolicismo de la boca para afuera; algunas supersticiones tontas
legadas por su padre, cabulero hincha de Racing; vacaciones en Mardel. Era el
más agraciado de tres hermanos rubios y de ojos claros, y el del medio. No
necesariamente el más brillante, pero tampoco un boludo. Todo esto para decir:
no creía en cuestiones sobrenaturales. O por lo menos, no en fantasmas.
En su infancia y adolescencia, M. tenía
cierta habilidad con el esférico. Jugaba en no sé qué división infantil o pre
púber del Club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires.
Al equipo no le iba mal. De hecho, le iba
tan bien que fue invitado a hacer una gira de demostración por los Estados
Unidos. Imagino que the powers that be habían comenzado su campaña para
popularizar el deporte más jugado del planeta en la tierra de Poe y Burroughs
(ambos) y qué mejor que un grupo de argentinitos bien gringos demostrando que
ese juego raro no era propiedad exclusiva de inmigrantes latinos.
M. partió, con todo el equipo, a pasar
cerca de treinta días recorriendo ambas costas de los Estamos Sumidos, dale que
te dale a la de cuero. El mes estaba cargadísimo. En más de una ocasión jugaban
un partido en una ciudad y, apenas con tiempo de pegarse una ducha, salían rumbo
a la próxima.
Esto conllevaba muchos viajes nocturnos,
y muchos recorridos en tren durmiendo la noche estadounidense sobre rieles.
Pero suficiente set-up, y vamos a lo
acaecido.
El mes futbolero se acercaba a su fin.
Lentamente, el equipo había ido desplazándose desde la costa este a la oeste, y
del norte al sur. Con uno o dos partidos todos los días, más una cuota de sueño
apenas satisfecha (y mayormente sobre medios de transporte terrestre), la banda
de pibes que representaba a la blanquiceleste (no la argentina, la de GEBA)
aprovechaba cualquier ocasión para meter aunque fuera diez minutos de apolillo.
Habían casi celebrado el viaje que tenían
enfrente: tren, por la costa del Pacífico, cinco o seis horas, de noche, rumbo
al anteúltimo juego antes de volver a casa.
Partieron cerca de la medianoche, ya con
los ojos cerrándose en el and
én. Al subir al vagón, que era más largo que
lo que estamos acostumbrados por estos pagos, todos notaron que sus ubicaciones
estaban en un extremo. M. se acomodó cerca de la puerta, pero mirando a la
opuesta, en el asiento de la ventana. Uno de sus mejores amigos, T., se le
sentó al lado. Ambos estaban de espaldas a la dirección en la que se
desplazaría el ferrocarril.
T. era uno de los jodones del grupo,
siempre dispuesto a hacer alguna broma pesada de esas que le resultan graciosas
a todos menos al que la sufre, y que llevan a cuestionar la sociabilización del
causante, o directamente a recordar los genitales de su progenitora.
Pero, cansados como estaban, tanto M.
como T. se durmieron sin ning ún chiste pesado de este
último. M., el carilindo, probablemente soñando con alguna gringuita que viera
en un partido. T., el chistoso, craneando malévolas ideas con las que atormentar
a sus amigos.
No tenemos idea de cuánto tiempo pasó.
M. fue despertado de forma brusca por un
sacudón y un susurro de T. El vagón estaba en la oscuridad más completa. Alguna
luz de piso apenas iluminaba, y no se escuchaba otro sonido que el del resto de
la gente durmiendo. El entrenador del equipo roncaba sonoramente.
Al principio, M. quiso hacerse el boludo.
Pero T. insistía en sacudirlo, mientras repetía: “¡Mirá, mirá!”. Dado que su
amigo no parecía dispuesto a dejarlo dormir, M. intentó despertarse lo menos
posible para contestarle: “¿Qué?”.
Agarrándolo del buzo (el aire
acondicionado del vagón estaba un poco fuerte), T. lo forzó a asomarse por
encima de él y mirar por el pasillo en dirección a la puerta más lejana, que
daba paso al vagón siguiente.
M. no vio nada que le llamara la
atención. También susurrando, preguntó: “¿Qué? No veo nada. ¿Qué hay?”.
Su amigo le contestó con impaciencia: “No
en este vagón, boludo. En el otro. ¿No ves eso flotando?”.
Y ahí sí, M. vio lo que le señalaba su amigo.
A través de los vidrios de las puertas de ambos vagones pudo apreciar una masa
informe y blanca que flotaba a más o menos un metro y medio del piso.
Sería un cliché decir que M. se frotó los
ojos, desconfiando de lo que veía. Más eso hizo. Se los frotó, parpadeó un par
de veces, y volvió a mirar. Para su creciente nerviosismo, la forma blanca
seguía ahí. Lo que era peor, parecía estar moviéndose en dirección a ellos.
M. volvió a sentarse de forma normal, y
los dos amigos se miraron, dejando que el sistema l ímbico tomara posesión de las funciones
cerebrales superiores, entregándose al miedo atávico a lo desconocido.
“¡Boludoooooooo!”, dijo T.
“¿Qué carajo es?”, le contestó M.
Su amigo lo miró sin contestar, juntando
fuerzas para asomarse de nuevo. Tardó unos segundos, pero lo hizo, sólo para
meterse rápidamente de nuevo y susurrar, nervioso: “¡Creo que quiere entrar al
vagón!”.
M. le sostuvo la mirada, juntando todos
los restos posibles de su escepticismo. ¿Sería alguna broma de las típicas de
T.? No podía decirlo. Y ciertamente, si lo era, la de T. era una actuación
digna de un Oscar, o por lo menos un SAG Award.
Se asomó al pasillo para cerciorarse de
lo que le decía T.
Y volvió a su asiento con un grito apenas
ahogado.
Porque, efectivamente, el manchón blanco
fantasmal se había metido en el vagón en el que estaban ellos. Es más,
continuaba avanzando en su dirección.
El sonido que emitió M. propició una
descarga violenta pero aún susurrada por parte de T. “¡No hagás ruido,
pelotudo! ¿Querés que nos escuche y venga para acá?”.
Ambos se quedaron en sus asientos un
momento, juntando fuerzas, hasta que T. se asomó de nuevo.
M. vio como su amigo se congelaba mirando
por el pasillo. Preocupado, le preguntó: “¿Y? ¿Qué pasa?”, mientras le
tironeaba la campera.
T. no le contestó, por lo que M. decidió
arriesgarse y asomarse.
El bulto blanco efectivamente se
desplazaba a lo largo del pasillo en dirección a ellos, acercándose segundo a
segundo. No se movía rápido, y se detenía de vez en cuando, pero era claro que
avanzaba. Hacia. Ellos.
Esta vez fueron los dos quienes se
tragaron un grito cuando volvieron a acomodarse en sus asientos.
“¡Nos escuchó!”, gritosusurró M. “¡Viene
a buscarnos!”, susurrogritó T.
Ambos cerraron fuerte los ojos, como
niños que creen que lo que no se ve no existe. Por cierto que estaban deseando
que fuera así, que ese mantra infantil se cumpliera.
Después de unos segundos que les
parecieron décadas, M. no pudo contenerse más y dijo: “Asomate. ¡Fijate si se
sigue moviendo!”.
En silencio pero enfáticamente, T. se
negó, y siguió con los ojos cerrados. M. lo sacudió pero no hubo caso.
M. se asomó nuevamente al pasillo. El
miedo era grande, pero la necesidad de saber lo era aún más.
La forma estaba más cerca, era indudable.
Hipnotizado, M. se dedicó a observarla. Parecía ser un torso humano, con dos
largos brazos, y sin cabeza. Se deslizaba silenciosamente, y con cada segundo
acortaba la distancia entre ella y los amigos.
Cuando llegó a unos seis metros, la
figura flotante se detuvo, dubitativa. En ese momento, M. volvió a apoyarse en
el respaldo de su asiento, y después habló al oído de su amigo: “¡Está muy
cerca, pero se frenó! ¿Qué hacemos?”.
T. abrió los ojos para mirarlo como si
estuviera loco: “¿Hacer qué? ¿Estás en pedo? Quedate quieto y no le des bola.
Hacete el dormido y no nos va a joder”.
M. no supo bien qué contestarle. Si bien
su instinto era similar, al mismo tiempo cuestionaba la sabiduría de ignorar un
fenómeno como el que se estaba desarrollando frente a sus ojos.
Dudó un instante y decidió hacerle caso a
su amigo, pero antes cerciorarse de dónde estaba la aparición.
Cuando M. asomó la cabeza, no vio nada.
La forma blanca había desaparecido, tan silenciosamente como se había hecho
presente.
Con un suspiro de alivio, M. se dej ó caer sobre el respaldo de su asiento. T. abrió un solo ojo y le
preguntó: “¿Y? ¿Dónde está?”. “No la veo más”, contestó M.
Con ese exiguo intercambio, ambos se
dedicaron a intentar dormirse de nuevo, y sus cerebros a explicar aquello a lo
que no le encontraban explicación. Y aunque tardó, Morfeo terminó haciéndose
presente y los escoltó hacia el olvido de los sueños.
M. esta vez se despertó solo y antes que
T., que seguía durmiendo a pesar de la luz que se filtraba por las persianas
bajas.
A medida que la desorientación de la
somnolencia se desvanecía, M. fue recordando lo que había pasado hacía no sabía
con seguridad cuántas horas. De a poco reconstruyó los momentos previos a
dormir y, cuando cayó la última ficha, sintió que cierta parálisis amenazaba
capturarlo.
Despertó a T.
Vio en el rostro de su amigo la misma
sucesión de sentimientos que acababa de atravesarlo y, cuando ésta terminó, los
dos se quedaron mirándose fijo, sin decir palabra.
Casi al unísono, se asomaron al pasillo.
A primera vista, no había nada anormal. Casi todo el vagón seguía durmiendo. M.
hizo señas a T. para que se levantara. T. obedeció con reluctancia, despacio, y
retrocedió un paso para dejar que el otro chico se le adelantara.
Con el corazón lati éndole fuerte, M. comenzó a avanzar por el pasillo rumbo al
punto en el que había visto a la forma fantasmal por última vez, que quedaba a
unos cuántos asientos de distancia.
De a poco se fue acercando. Cuando casi
llegaba, tuvo que tragarse otro grito por el susto que le causó la mano de T.
apoyándose desde atrás en su hombro. Se giró para mirarlo con cara de culo y
silenciosamente decirle “¡Pelotudo!”.
Cuando estuvo en el lugar en el que la
figura hab ía desaparecido, miró le piso buscando algún rastro.
No había ninguno. Miró hacia arriba, hacia delante, hacia los costados,
buscando alguna pista.
Nada.
Cuando estaba por desistir, algo en el
rabillo del ojo le llamó la atención. Un color y formas que le recordaron la
noche anterior.
Volvió a mirar el asiento que se
encontraba a su izquierda girando lentamente la cabeza.
Desparramado sobre la butaca que daba al
pasillo se encontraba un marinero. Tenía zapatos y pantalón oscuros y una
blanquísima camisa de la US Navy.
Y el marinero era negro. O
African-American. O whatever. Lo importante: su piel tenía un tono cercano al
ébano.
M. se dio vuelta y sin contestar la
mirada inquisidora de T., volvió a su asiento para dormir. A fin de cuentas,
unas pocas horas más tarde iba a tener que mostrarle a una parva de chicos
rubicundos cómo se metía un gol y todavía tenía sueño.
M. no volvió a creer en fantasmas nunca
más.
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