Eresictón, rey de Tesalia, hijo de
conquistadores, despreciaba a los Dioses. Se negaba a ofrecerles sus debidos sacrificios.
A tanto llegaba su desdén que en una ocasión, para construir un techo para su
sala de banquetes, quiso derribar un árbol antiquísimo y enorme que estaba
consagrado a Deméter, diosa de la agricultura.
Para detener al sacr ílego, la diosa
tomó la forma de su sacerdotisa principal, Nícipe, e intentó convencer al
hombre de desistir de su propósito, usando palabras amables. Eresictón no sólo
no le hizo caso, si no que la amenazó con la misma hacha con la que estaba
talando el árbol.
Deméter entonces enfureció y decidió
castigar a quien estaba violando su espacio sagrado. Se deshizo de su forma
corporal y, refulgente, invocó a la venganza y al hambre. Gracias al poder de
Némesis, Limos se introdujo en lo profundo del cuerpo de Eresictón y allí
anidó.
Cuando hubo talado el árbol, el rey se
sentó a comer. Su apetito era enorme, leonino, algo que él adjudicó al esfuerzo
que acababa de realizar. En un principio, masticaba y tragaba despacio. Pero
después de unas cuantas porciones, y viendo que su hambre no disminuía, ya era
a dos manos que se llenaba la boca y la velocidad con la que deglutía era
apenas menor que con la que manoteaba los alimentos. M ás comía, más hambre tenía.
Terminado el banquete, Eresictón estaba
más famélico que al comienzo. Así fue que comenzaron a transcurrir sus días, y su
vida se convirtió en una tortura: no había manjar o elixir que lo llenase. No
importaba la calidad, ni lo elaborada o sencilla que fuera la comida: las
fauces del hombre se habían convertido en un agujero insaciable que devoraba
todo lo que se le ponía enfrente, mientras su cuerpo seguía adelgazando.
Para mantener su apetito prodigioso,
Eresictón se vio obligado a liquidar sus posesiones, una tras otra: un pedazo
de reino aquí, un objeto de arte allá, hasta quedar en la ruina. Reducido a la
miseria y a comer inmundicias, decidió vender a su hija Mestra como esclava.
Ella escapaba una y otra vez de ese destino gracias a la facultad de metamorfosis
que Poseidón le había concedido, sólo para volver a manos de un padre que no
dudaba en negociarla de nuevo, hasta que con un supremo esfuerzo se decidió a
abandonarlo.
Quedó solo, mas el hambre de quien supo
ser rey no se calmaba. El agujero adentro pedía más y más. Un día, desesperado, Eresictón comenzó a morderse un brazo, desgarrando su propia carne. Continuó
luego con sus manos, sus pies, sus piernas; arrancó, tragó, volvió a aferrarse
a sí mismo con sus dientes, tirando. Y no paró hasta comerse a sí mismo.
geniall
ResponderEliminarExcelente metàfora la del rey hambriento
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