Si este
fuera un cuento tradicional, comenzaría así:
Había
una vez un mago…
Pero no
lo es. Un cuento tradicional, quiero decir. De hecho, quizá ese hombre ni
siquiera fuera mago. Quizá fuera prestidigitador, o ilusionista, o simplemente
un chanta con habilidad, un lenguaraz vivaracho con el sexo opuesto.
Lo
importante es que existía. Llamémoslo “el mago”, aunque no tenga nada que ver
con Bill Bixby.
Había
una vez un mago, entonces.
Este
mago no se dedicaba a conjurar cosas del aire. Tampoco tenía una vara que
lanzara bolas de fuego, ni volaba. A decir verdad, ni siquiera hacía trucos de
cartas que valieran la pena.
El
poder de este mago, igual, no carecía de utilidad: inscribiendo su signo mágico
en la rodilla de una mujer, causaba hacerse desear hasta la locura. Las
mujeres así tocadas no podían resistirse. Dejaban todo atrás para entregarse al
rapto sabínico que proponía, un ensueño carmesí que exudaba líquidos pre
coitales, una irrupción de deseo que nublaba mentes.
El mago
había descubierto su poder a una edad no tan temprana. Como suele suceder, fue
puro accidente. En el proceso del ritual amoroso que (esperaba) iba a
culminar en una puesta de espaldas, mientras charlaba de temas heterogéneos
intentando encontrar una fisura en la armadura de la chica a la que quería
conocer bíblicamente, rozó de forma involuntaria la rodilla que asomaba
por debajo de la falda primaveral que ella tenía puesta, mientras ambos estaban
sentados sobre el césped de un parque metropolitano.
Como el
contacto inicial no fue rehuido, el mago naturalmente volvió a buscarlo, y
pronto la mano jugaba a reposar en esa rodilla. La chica le daba largas al
asunto, y esto comenzaba a generar ansiedad en el cuerpo del mago, que buscaba
perennemente la concreción del acto.
Sin que
el mago se diera cuenta la mano comenzó a moverse con voluntad propia, y el
índice se constituyó en pluma que trazaba símbolos invisibles, como al azar. Pero
en un instante, equiparable al descubrimiento de la penicilina, el dedo trazó
un símbolo en particular.
Y
cuando lo hizo, el cuerpo de la chica respondió. Su voz cambió, su respiración
se entrecortó brevemente y sus ojos se pusieron húmedos.
El
mago, que no era un tipo brillante si he de ser honesto en esta crónica
no-cuento, tardó unos segundos en notarlo. Mas finalmente lo hizo y, las
puertas abiertas a su lubricidad, se arrojó ahí mismo, en pleno parque a plena
luz del día en pleno centro, sobre su presa, como el león que devora el tributo
que sus hembras le traen.
A lo
largo de los años, el mago fue determinando las limitaciones y requerimientos
de su poder. Primer límite: el contacto tenía que ser entre su mano (no
importaba cual, pero la derecha era más consistente en sus resultados) y la
rodilla desnuda de la potencial víctima. No podía haber tela entre ambas pieles
para que el hechizo fuera efectivo, como bien comprobó cuando, apurado, marcó
su gesto sobre un jean para luego lanzarse sobre la mujer, sólo para ser
rechazado y expulsado de su lado.
El
segundo límite era que el poder del hechizo tenía un tiempo finito, tan solo
unos minutos, quizá media hora como mucho. Esa era la ventana de que el mago
disponía para concretar la transacción carnal.
Cuando
hubo identificado bien esas menudencias que referían a la efectividad de su
poder, el hombre se dedicó a explotarlo lo más que pudo. Y, ¿quién podría
criticarlo? “Que aquel que esté libre de culpas lujuriosas arroje el primer
condón”. O algo así.
De esta
forma deambuló el mago por la vida, tocando rodillas para ponerla. Con cada toque,
empero, con cada hechizo, conjuro o polvo, la satisfacción era menor. Al
principio no lo notó; una duda al respecto comenzó a asaltarlo a los pocos años
de dedicarse a sus trucos. Y cuando llevaba ya más de diez (años, no trucos) le
quedó claro que alguna clase de trato Faustiano era el que le había permitido
descubrir ese poder.
El mago
manoseaba cada vez más rodillas, para tener cada vez menos satisfacción. Como
un Midas del garche, conseguía lo que creía que quería para darse cuenta que no
quedaba satisfecho.
Pero un
día (las cosas siempre pasan “un día” en los cuentos, y acá también), en una
plaza que, coincidencia o no (no, no es coincidencia) era la misma en la que
alguna vez descubrió su poder, el mago vio a una mujer. La mujer lo vio
mirándola, durante un segundo, y después retornó a su ensimismada contemplación
de las nubes de ese día de medio sol.
Por
primera vez en años el mago dudó. No sabía porqué, pero tenía un poco de miedo
de acercarse a ella. El orgullo fue más fuerte, sin embargo, y lo movió a
entablar conversación. Se sentó sobre el pasto, al lado de la mujer, que no
dejó de mirar el cielo pero tampoco lo rechazó.
Durante
largo rato el mago habló mucho y la mujer casi nada, y en ningún momento ésta
quitó la vista del cielo. De a poco, el hombre se iba acercando. La mujer movía
sus piernas siguiendo algún ritmo interno, y a veces ese ritmo dejaba expuesta
la rodilla deseada, cuando el borde de la tela se elevaba. Imposible saber si ella
lo hacía a propósito, tentándolo, torturándolo.
Cuando
hubo satisfecho su inspección de todas las nubes del cielo, la mujer finalmente
se dignó a volver a mirar al mago. Mantuvo sus ojos en los de él un minuto y
después, lentamente, desnudó su rodilla izquierda, como desafiándolo. Sonreía.
El mago
dejó de hablar, sorprendido. ¿Tan fácil iba a ser? Su mano se movió con vida
propia, lenta, un poco temblorosa. El índice se posó sobre la piel desnuda de
la mujer y comenzó a hacer su trabajo.
Cuando
terminó de trazar su conjuro, el mago miró el rostro de la mujer, buscando esa
expresión que tanto conocía y que mostraba que la víctima había sido hechizada.
Más no
podría haberse sorprendido de ver que en los ojos de ella lo que había no era
esa cara ensoñadora y semiperdida que mostraba la eficacia de su magia, sino
una chispa de desafío y un dejo de picardía.
Y antes
de que el mago pudiera reaccionar, la mujer lo tomó por la muñeca, y con un
movimiento fluido lo acercó a ella. Casi en el mismo movimiento, metió la mano
que tenía libre (la derecha) debajo de la remera del hombre y se la apoyó en el
pecho, arriba del corazón.
El mago
reconoció lo que ella estaba haciendo: escribía símbolos invisibles sobre su
piel. Pero ya era tarde. Comenzó a extenderse calor desde la mano de la mujer
al resto del cuerpo de él, hasta que el mago se sintió arder, a un rojo que
sólo podía ser saciado comiendo de la boca de ella, respirando su aire,
bebiendo su saliva.
Se
besaron, una y otra vez, en pleno parque a plena luz del día en pleno centro, hasta
que se hizo de noche y se fueron a dormir juntos.
Si este
fuera un cuento, ahora sería el momento de decir que vivieron felices para
siempre. Como no lo es, diré esto: se hicieron bien durante muchos años. Y con
eso, sobra.
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