miércoles, 6 de marzo de 2013

El mago


Si este fuera un cuento tradicional, comenzaría así:

Había una vez un mago…

Pero no lo es. Un cuento tradicional, quiero decir. De hecho, quizá ese hombre ni siquiera fuera mago. Quizá fuera prestidigitador, o ilusionista, o simplemente un chanta con habilidad, un lenguaraz vivaracho con el sexo opuesto.

Lo importante es que existía. Llamémoslo “el mago”, aunque no tenga nada que ver con Bill Bixby.

Había una vez un mago, entonces.

Este mago no se dedicaba a conjurar cosas del aire. Tampoco tenía una vara que lanzara bolas de fuego, ni volaba. A decir verdad, ni siquiera hacía trucos de cartas que valieran la pena.

El poder de este mago, igual, no carecía de utilidad: inscribiendo su signo mágico en la rodilla de una mujer, causaba hacerse desear hasta la locura. Las mujeres así tocadas no podían resistirse. Dejaban todo atrás para entregarse al rapto sabínico que proponía, un ensueño carmesí que exudaba líquidos pre coitales, una irrupción de deseo que nublaba mentes.

El mago había descubierto su poder a una edad no tan temprana. Como suele suceder, fue puro accidente. En el proceso del ritual amoroso que (esperaba) iba a culminar en una puesta de espaldas, mientras charlaba de temas heterogéneos intentando encontrar una fisura en la armadura de la chica a la que quería conocer bíblicamente, rozó de forma involuntaria la rodilla que asomaba por debajo de la falda primaveral que ella tenía puesta, mientras ambos estaban sentados sobre el césped de un parque metropolitano.

Como el contacto inicial no fue rehuido, el mago naturalmente volvió a buscarlo, y pronto la mano jugaba a reposar en esa rodilla. La chica le daba largas al asunto, y esto comenzaba a generar ansiedad en el cuerpo del mago, que buscaba perennemente la concreción del acto.

Sin que el mago se diera cuenta la mano comenzó a moverse con voluntad propia, y el índice se constituyó en pluma que trazaba símbolos invisibles, como al azar. Pero en un instante, equiparable al descubrimiento de la penicilina, el dedo trazó un símbolo en particular.

Y cuando lo hizo, el cuerpo de la chica respondió. Su voz cambió, su respiración se entrecortó brevemente y sus ojos se pusieron húmedos.

El mago, que no era un tipo brillante si he de ser honesto en esta crónica no-cuento, tardó unos segundos en notarlo. Mas finalmente lo hizo y, las puertas abiertas a su lubricidad, se arrojó ahí mismo, en pleno parque a plena luz del día en pleno centro, sobre su presa, como el león que devora el tributo que sus hembras le traen.

A lo largo de los años, el mago fue determinando las limitaciones y requerimientos de su poder. Primer límite: el contacto tenía que ser entre su mano (no importaba cual, pero la derecha era más consistente en sus resultados) y la rodilla desnuda de la potencial víctima. No podía haber tela entre ambas pieles para que el hechizo fuera efectivo, como bien comprobó cuando, apurado, marcó su gesto sobre un jean para luego lanzarse sobre la mujer, sólo para ser rechazado y expulsado de su lado.

El segundo límite era que el poder del hechizo tenía un tiempo finito, tan solo unos minutos, quizá media hora como mucho. Esa era la ventana de que el mago disponía para concretar la transacción carnal.

Cuando hubo identificado bien esas menudencias que referían a la efectividad de su poder, el hombre se dedicó a explotarlo lo más que pudo. Y, ¿quién podría criticarlo? “Que aquel que esté libre de culpas lujuriosas arroje el primer condón”. O algo así.

De esta forma deambuló el mago por la vida, tocando rodillas para ponerla. Con cada toque, empero, con cada hechizo, conjuro o polvo, la satisfacción era menor. Al principio no lo notó; una duda al respecto comenzó a asaltarlo a los pocos años de dedicarse a sus trucos. Y cuando llevaba ya más de diez (años, no trucos) le quedó claro que alguna clase de trato Faustiano era el que le había permitido descubrir ese poder.

El mago manoseaba cada vez más rodillas, para tener cada vez menos satisfacción. Como un Midas del garche, conseguía lo que creía que quería para darse cuenta que no quedaba satisfecho.

Pero un día (las cosas siempre pasan “un día” en los cuentos, y acá también), en una plaza que, coincidencia o no (no, no es coincidencia) era la misma en la que alguna vez descubrió su poder, el mago vio a una mujer. La mujer lo vio mirándola, durante un segundo, y después retornó a su ensimismada contemplación de las nubes de ese día de medio sol.

Por primera vez en años el mago dudó. No sabía porqué, pero tenía un poco de miedo de acercarse a ella. El orgullo fue más fuerte, sin embargo, y lo movió a entablar conversación. Se sentó sobre el pasto, al lado de la mujer, que no dejó de mirar el cielo pero tampoco lo rechazó.

Durante largo rato el mago habló mucho y la mujer casi nada, y en ningún momento ésta quitó la vista del cielo. De a poco, el hombre se iba acercando. La mujer movía sus piernas siguiendo algún ritmo interno, y a veces ese ritmo dejaba expuesta la rodilla deseada, cuando el borde de la tela se elevaba. Imposible saber si ella lo hacía a propósito, tentándolo, torturándolo.

Cuando hubo satisfecho su inspección de todas las nubes del cielo, la mujer finalmente se dignó a volver a mirar al mago. Mantuvo sus ojos en los de él un minuto y después, lentamente, desnudó su rodilla izquierda, como desafiándolo. Sonreía.

El mago dejó de hablar, sorprendido. ¿Tan fácil iba a ser? Su mano se movió con vida propia, lenta, un poco temblorosa. El índice se posó sobre la piel desnuda de la mujer y comenzó a hacer su trabajo.

Cuando terminó de trazar su conjuro, el mago miró el rostro de la mujer, buscando esa expresión que tanto conocía y que mostraba que la víctima había sido hechizada.

Más no podría haberse sorprendido de ver que en los ojos de ella lo que había no era esa cara ensoñadora y semiperdida que mostraba la eficacia de su magia, sino una chispa de desafío y un dejo de picardía.

Y antes de que el mago pudiera reaccionar, la mujer lo tomó por la muñeca, y con un movimiento fluido lo acercó a ella. Casi en el mismo movimiento, metió la mano que tenía libre (la derecha) debajo de la remera del hombre y se la apoyó en el pecho, arriba del corazón.

El mago reconoció lo que ella estaba haciendo: escribía símbolos invisibles sobre su piel. Pero ya era tarde. Comenzó a extenderse calor desde la mano de la mujer al resto del cuerpo de él, hasta que el mago se sintió arder, a un rojo que sólo podía ser saciado comiendo de la boca de ella, respirando su aire, bebiendo su saliva.

Se besaron, una y otra vez, en pleno parque a plena luz del día en pleno centro, hasta que se hizo de noche y se fueron a dormir juntos.

Si este fuera un cuento, ahora sería el momento de decir que vivieron felices para siempre. Como no lo es, diré esto: se hicieron bien durante muchos años. Y con eso, sobra.

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