Una vez soñé que caminaba por Corrientes,
la calle-avenida que ha sido el centro de mi mundo. Pero era, como suele
suceder en los sueños, una amalgama de las diversas Corrientes que he visto en
mis décadas. Un cine Los Ángeles completo compartía espacio con Burger King;
enfrente, el hipopótamo de Pumper Nick abría la boca prometiendo tragarse la
bandeja de basura y restos que quisieras darle. La Paz todavía era un bar
tradicional, pero se superponía con la monstruosidad vidriada que es hoy. Y
así. Un collage.
Caminaba por Corrientes, viendo las
corrientes de mi vida.
Soñaba.
En el sueño vi al flautista, un personaje
correntino que muchos otros han visto: la cara y el pelo empolvados con algo
blanco, quizás harina; un traje formal pero raído. El hombre toca notas al
azar, se diría. La gente le deja monedas pero esa no parece ser la motivación
de su música. El hombre toca con la cabeza baja, ensimismado, olvidado del
mundo. Nunca le he visto la cara con claridad. Nunca me interesó.
Despierto, lo vi mil veces. Nunca le dejé
nada. Nunca me detuve a escucharlo con atención.
Pero en mi caminata onírica decidí, por
primera vez, frenar. Intentar descifrar si quería decir algo con su flauta. Me
paré frente a él.
Las notas, al principio disonantes,
terminaron por cobrar forma. En algún momento dejaron de parecerme sonidos al
azar para convertirse en… algo. No podría decir que era una melodía. Pero era
algo. Tenía lógica y coherencia internas.
En ese momento, en mi mano apareció una
moneda. No era de ninguna denominación que yo conociera. Refulgía. Entendí que
quería dejarle esa moneda al músico inconexo. Me acerqué un poco y tiré la
pieza de metal en el sombrero que tenía a sus pies.
Y el hombre alzó la mirada y la clavó en
mis ojos.
Si no hubiera estado soñando me habría
sorprendido. Porque su cara era mi cara. Un poco más vieja, quizás, aunque no
podría decirlo con exactitud debido al polvo blanco que tenía. A lo mejor,
también, era más sabia.
El hombre que era yo siguió tocando
mientras leía mi alma. Después de unos segundos interminables, paró. Miró la
moneda, que ahora brillaba solitaria en su sombrero, huérfana de hermanas. Y me
dijo:
“No hay palabras.
No hay palabras para explicar. Para
describir.
No hay palabras para explicar, para
describir, la vida que tenemos.
No alcanzan. Se quedan cortas en una boca
acostumbrada a las dicotomías.
¿Y si la moneda tuviera más de dos caras?
¿Y si fueran tres?
¿Y si somos mil?
El cuadro se altera si nos movemos, si
nos corremos. Si sudamos en conjunto, si soñamos de a varios.
Una libertad que no depende de la prisión
de otros, eso buscamos. Una vida nueva, una tangente, un desvío. Una
bifurcación que permite elegir sin perder, que hace que todo sea ganancia.
El miedo queda atrás. Queda en el espejo
retrovisor de un auto loco. Cada vez está más lejos, es más chico. El resto, el
resto es más grande, hasta hacerse enorme, abarcador, realizador, encumbrado,
totalizado.
Somos enteros cuando no nos partimos.
Somos uno cuando somos muchos. Somos cuando devenimos en seres múltiples”.
Y volvió a su flauta dulce.
Me quedé un momento parado ahí, sin saber
qué hacer.
Creo que mi yo-sueño se dio cuenta que
había otro yo, el yo-despierto. Creo que comencé a darme cuenta de que estaba
dormido. Y por eso intenté volver a verle la cara a ese hombre que era yo. Pero
no pude.
Me había despertado.
He visto miles de veces a ese personaje de la flauta y es un peculiar ente, en verdad. Muy bueno
ResponderEliminar