Estábamos en el fin del mundo.
Un viaje largo, interno y externo, nos
llevó ahí. Yo no estaba solo; éramos dos-en-uno, dos personas unidas por deseos
y objetivos comunes. Lo que cualquiera llamaría “amor”.
El viaje externo había sido duro;
remontándonos en el aire, temblamos ante la sensación nueva, temerosos de caer.
Cuando tocamos el piso de nuevo, suspiramos aliviados.
El viaje interno había sido difícil;
sumergiéndonos en nuestra carne, vibramos en la frecuencia nueva, alegres de
elevarnos. Cuando emergimos, respiramos sosegados.
La dualidad de la travesía se extendía
más allá de nosotros. Ocupábamos una habitación de hotel, tan pequeña que casi
nos causaba claustrofobia; llena de esquinas puntiagudas que nos lastimaban
cuando, semi dormidos, nos levantábamos durante la noche.
Y también estábamos en la cima de una
montaña, una como las que veníamos viendo y caminando cada día. Desde lo alto
podíamos ver el mundo a nuestros pies, invitándonos a caminarlo. En esa cumbre
éramos enormes y minúsculos a la vez, la suma de nuestras dualidades.
La palidez de la nieve contrastaba con el
calor de nuestra sangre, y de esa síntesis surgía la chispa que nos daba vida.
En la montaña, ella había tomado una
piedra. Era hermosa de apariencia.
En la habitación, me la dio. Deseé que
fuera hermosa de significado.
Nos miramos, perdidos y encontrados en el
otra, la otro. Yoella murmuró: “Este es el comienzo de nuestra montaña, la que
construiremos juntos, convertidos en algo más que partes sueltas”.
Ellayo se respondió: “Y la vamos a hacer
nuestro refugio, nuestra fortaleza. Un lugar donde la resistencia no provenga
del miedo, si no del amor. Un espacio nuestro, pero sin egoísmo. Un espacio
nuestro en el que ser á bienvenida la otredad, hasta
que todes seamos une”.
Nos dijimos: “Este no es el fin del
mundo. Es el comienzo del nuevo”.
Y así nos fuimos a dormir, tomados de la
mano, respiración sobre respiración, sujetando una forma pétrea entre ambos: la
forma de nuestra esperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario