miércoles, 20 de noviembre de 2013

La pared

Estaba caminando sobre una pared.

No por el borde superior. Mis pies se apoyaban en la pared misma, como si yo fuera una mosca escalando un ventanal.

La pared era de ladrillos. Eran de un color carmesí profundo, horneados. El horno que los había producido debió ser muy grande, o debió funcionar por mucho tiempo, o quizá era más de uno, porque la pared se extendía hasta donde llegaba mi vista. Hacia adelantearriba y hacia los costados. Detrasabajo ya había un buen trecho; tanto, que no llegaba a ver el piso.

Sentía que estaba caminando la pared hacia tiempo.

Al principio me había engañado disfrazándose de suelo. Parecía un empedrado de adoquines rojizos unidos por argamasa grisácea. Era imposible definir su edad, saber hacía cuánto que había sido construida. Podría ser que la sustancia que mantenía a los ladrillos en su lugar hubiese sido blanca en su origen; en todo caso, múltiples pisadas le habían dado su tono actual, que estaba impregnado en su naturaleza no-más-blanca.

Al principio me había engañado, la pared. Pasé de unos pastizales ya no verdes e irregulares en demasía a su superficie, agradeciendo la aparición de un camino. “Por fin”, me dije. “Por fin puedo caminar sin tanto temor a tropezar, sin miedo a una piedra oculta tras un matorral bajo que me haga caer”.

El pensamiento le dio una nueva energía a mis pasos, y con brío renovado los apuré, con la fantasía de que esa vía me condujera a mi destino. Caminé un buen rato así, con ligereza. QuizYo vbe si sr mejor el premio prometido. Y me dispongo a seguir. es tarde para retroceder. A veces, si aprieto mucho los ojos, meá silbé alguna canción que ya no recuerdo.

A medida que avanzaba, tardé en notar que los ladrillos ocupaban todo mi campo visual. Aún más tardé en darme cuenta que mis pasos iban en subida, apenas.

“Nada raro”, pensé. “Todos los caminos tienen subidas y bajadas”.

Ah, pero éste no. Las elevaciones no eran seguidas de descensos. De forma gradual, milimétrica pero ineludible, el ángulo de mis pasos se iba despegando de los 180 grados. Crecía y crecía. Cerca de los 45 empecé a tener una noción más clara de este ascenso permanente. Sumido en mis pensamientos de andarín, sin embargo, no le presté demasiada atención. Cada vez que sentía un salto en mi esfuerzo por caminar, me repetía: “Todos tienen subidas y bajadas”.

Mas en un momento la conciencia de lo que estaba haciendo cayó sobre mí: estaba caminando sobre una pared, no por el borde superior si no como una mosca.

Me di cuenta. No puedo volver atrás.

Ahora que la pared me ha mostrado su cara con toda franqueza, ya es tarde para retroceder. Temo morir extenuado en el viaje de regreso. A veces, si aprieto mucho los ojos, me parece ver su borde, y el sol que asoma por detrás. En esos momentos me detengo. Respiro. Intento ver mejor el premio prometido. Y me dispongo a seguir.

Escribo esto en un retazo de papel que dejaré caer, quién sabe si por eones, para que al pie de este muro quizá lo encuentre alguien. Así, por lo menos, sabrá a lo que se enfrenta si decide seguir avanzando en esta dirección.


Seguiré caminándola mientras tenga fuerzas. Y cuando esté agotado, con el cansancio mayor de mi vida, ya sin esperanzas, reuniré fuerzas para romper los ladrillos rojos y, comiéndome la argamasa gris, pasaré al otro lado. Así me deje los dientes en el intento.

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