Estaba caminando sobre una pared.
No por el borde superior. Mis pies se
apoyaban en la pared misma, como si yo fuera una mosca escalando un ventanal.
La pared era de ladrillos. Eran de un color carmesí profundo, horneados. El horno que los había producido
debió ser muy grande, o debió funcionar por mucho tiempo, o quizá era más de
uno, porque la pared se extendía hasta donde llegaba mi vista. Hacia
adelantearriba y hacia los costados. Detrasabajo ya había un buen trecho;
tanto, que no llegaba a ver el piso.
Sentía que estaba caminando la pared
hacia tiempo.
Al principio me había engañado
disfrazándose de suelo. Parecía un empedrado de adoquines rojizos unidos por
argamasa grisácea. Era imposible definir su edad, saber hacía cuánto que había
sido construida. Podría ser que la sustancia que mantenía a los ladrillos en su
lugar hubiese sido blanca en su origen; en todo caso, múltiples pisadas le
habían dado su tono actual, que estaba impregnado en su naturaleza
no-más-blanca.
Al principio me había engañado, la pared.
Pasé de unos pastizales ya no verdes e irregulares en demasía a su superficie,
agradeciendo la aparición de un camino. “Por fin”, me dije. “Por fin puedo
caminar sin tanto temor a tropezar, sin miedo a una piedra oculta tras un
matorral bajo que me haga caer”.
El pensamiento le dio una nueva energía a
mis pasos, y con brío renovado los apuré, con la fantasía de que esa vía me
condujera a mi destino. Caminé un buen rato así, con ligereza. Quiz á silbé alguna canción que ya no recuerdo.
A medida que avanzaba, tardé en notar que
los ladrillos ocupaban todo mi campo visual. Aún más tardé en darme cuenta que
mis pasos iban en subida, apenas.
“Nada raro”, pensé. “Todos los caminos
tienen subidas y bajadas”.
Ah, pero éste no. Las elevaciones no eran
seguidas de descensos. De forma gradual, milimétrica pero ineludible, el ángulo
de mis pasos se iba despegando de los 180 grados. Crecía y crecía. Cerca de los
45 empecé a tener una noción más clara de este ascenso permanente. Sumido en
mis pensamientos de andarín, sin embargo, no le presté demasiada atención. Cada
vez que sentía un salto en mi esfuerzo por caminar, me repetía: “Todos tienen
subidas y bajadas”.
Mas en un momento la conciencia de lo que
estaba haciendo cayó sobre mí: estaba caminando sobre una pared, no por el
borde superior si no como una mosca.
Me di cuenta. No puedo volver atrás.
Ahora que la pared me ha mostrado su cara
con toda franqueza, ya es tarde para retroceder. Temo morir extenuado en el
viaje de regreso. A veces, si aprieto mucho los ojos, me parece ver su borde, y
el sol que asoma por detrás. En esos momentos me detengo. Respiro. Intento ver
mejor el premio prometido. Y me dispongo a seguir.
Escribo esto en un retazo de papel que
dejaré caer, quién sabe si por eones, para que al pie de este muro quizá lo
encuentre alguien. Así, por lo menos, sabrá a lo que se enfrenta si decide
seguir avanzando en esta dirección.
Seguiré caminándola mientras
tenga fuerzas. Y cuando esté agotado, con el cansancio mayor de mi vida, ya sin
esperanzas, reuniré fuerzas para romper los ladrillos rojos y, comiéndome la
argamasa gris, pasaré al otro lado. Así me deje los dientes en el intento.
I feel ya. Una sallus victis, nullam sperate salutem.
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